¿Para qué necesitamos una mala confesión, una confesión mal hecha? Sabemos que los sacerdotes bostezan en sus reclinatorios, y no hay por qué aumentar su malestar. Lo que hemos hecho con nuestro tiempo es realmente muy poco: productos de una educación tardoburguesa que nos movilizó para ser útiles, para no ser demasiado inútiles, no se nos puede pedir, además, la descripción de una vida como si fuera una suma de aventuras. Por lo menos, se nos puede pedir que reflexionemos sobre nuestra carencia de acontecimientos.
Tampoco debemos castigarnos demasiado por ello (sí por la irreflexión): testigos o partícipes, porque eso se pide a la narración, ¿se estaba allí?, ¿se es igual ahora? No es que nos hayan puesto allí y poco hayamos tenido que decir al respecto. En poco se podría distinguir nuestra situación de la de otros. Faltos de historia, nos ha convenido preguntarnos por la vida particular. Y con ello podemos apuntar a verdades mucho más generales.
Las dudas que albergamos sobre todo aquello que hemos escrito, privado y público, las correcciones que enmiendan lo escrito, generan la sospecha acerca de la posible ausencia de los hechos, y sobre la inflación de una voluntad de estilo que quiere rectificar todo. Se despeja el texto de las palabras añadidas, sobreañadidas, rectificadas, y ni aun así aparece la verdad: salvo como trivialidad y repetición de la trivialidad, sucesión inacabable de los ritos.
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Se necesita difundir la creencia de que la individualidad no es creadora ni observadora de la historia. Trabaja más ocultamente, una vez que se ha cumplido con ciertas condiciones. Entonces, yo no le pediría a los relatos autobiográficos otra cosa que la impresión -el fragmento, el detalle, el punto- de los hechos y una intención de significado otra, no ideológica. Hoy desconocida.
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Los argumentos representan la forma lograda de nuestras conversaciones, el modo de que éstas lleguen a buen término: ¿por qué no pensar que esto siempre es así? Que no existe ni un mundo V ni un mundo F.
Corolario: no deberíamos desconocer ni las lenguas ni las estrellas; significan lo otro y lo inefable sólo para el oído que no las ha hecho propias, para el ojo que no las ha admirado y deseado. Estas cosas suceden socialmente, aunque se pretenda que ocurren en secreto. Por eso conforman impresiones comunes y discutibles: un resultado final de la lengua, la autora.
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