27 de diciembre de 2006

Diciembre de 2002

No existe la vergüenza. Yo no la conozco. Mejor: existe, con sus límites, fijadas unas reglas; trazado el círculo de las preguntas que se admiten, a quién y cómo; las circunstancias en que sería apropiado hablarte, para qué, de qué manera... El arrepentimiento vendrá con esos límites que le he puesto al pudor: yo, soberano, déspota, porque tengo mi biografía (según Ortega y Gasset)

Supe que se estaba acabando, sin tener claro por qué. Pero tenía claro que se estaba acabando, que se iba. Esto es duro, y yo aún no estoy preparado, aunque soy un hombre mayor (en mi ajmé). Algún día pienso estar preparado para decirlo. Supe que se moría, pero no las razones. ¿Las hay? Se está seguro y para de contar. No me quedó ninguna duda al llevarla al hospital. Se cayeron todos los velos (esto es, se hizo la verdad). La piedad hospitalaria hizo lo restante. Nos convierte en objetos que no se han previsto, al poner en el centro del amor el cuidado de los cuerpos. El cuerpo, ajeno, destruido es una devastación de la propia alma. Aprendí a mirar las paredes, a golpearlas, sobre todo a hablar y mirar a otra parte. No me hizo mejor, me hizo otro, al despertarme.

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