Paseando por la pequeña capital se observa la elegancia un poco ajada de algunas mujeres, una belleza impuesta. Pienso que es cosa del vestido, mucho más visible en las ciudades que en los pueblos pequeños. Esa idea absurda la he tenido siempre que he visitado alguna población de regular importancia, o más bien es la idea absurda que corresponde a la extrañeza que me produce a mí andar por las ciudades, pasear entre el hormiguero anónimo, más desconocido que nunca. Vivir entre tanta gente requiere, de verdad, una gran cantidad de inteligencia, una enorme capacidad de abstracción que vuelva los gestos y los artificios corteses hacia los desconocidos en costumbres naturales (usos), indiscutidas. La muchedumbre me produce pavor, aunque reconozco su atractivo, estupefaciente, hipnótico. Pero, ¿qué se yo? Quizás no debe hacerse uno grandes ideas acerca de las personas, idealizadas (cuando, como hoy, se conduce en soledad, a través de la sierra y un paisaje de montaña realmente bello y agradecido a la lluvia) contra un fondo de naturaleza vista por primera vez. De esa ingenuidad deben estar exentos desde hace mucho tiempo los habitantes de la ciudad, hábiles para naturalizar sus reglas de urbanidad y mantener al mismo tiempo -pues de eso no se duda- su conciencia entre el hormiguero.
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A propósito de la ciudad, nunca entendí por qué Ortega considera irreal la posibilidad de una coincidencia de visión entre un ateniense y un yankee (El tema de nuestro tiempo: "La doctrina del punto de vista"). Primero, supone dar por hecho lo que se tiene que probar: la diferencia, excluyente en caso extremo, de las perspectivas localizadas; segundo, suena a rotundidad de dictamen irracionalista, lo que ya no es un fallo lógico sino un hecho de psicología. Aunque nunca entendí ese párrafo: ¿no son iguales en el fondo -en la sustancia- todas las ciudades, no participan de la idea de ciudad?
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