Neil Postman
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No el significado que se añade a la palabra localizada, la composición que yo podría disgregar, repartiendo sus elementos encima -a este lado, al otro, el orden correcto- de la mesa de mi improbable despacho.
No. Como cuando me da en llamar al beso "el hijo del futuro"; sólo me resta determinar la intención de volar que yo quiero concederle a la imagen: una esperanza en la que creo, y por eso se produce el beso; el contrato que sella mi amor y que concibe su fruto literal (aunque de momento sólo lo piense).
No es eso: me refiero al poder de la metáfora en la hora mayor de su gloria; referida ahora no al elemento que la pone en común -al designar impropiamente- con el objeto conocido, la relación a punto de ser descubierta por la metódica inteligencia; referida sí a lo que la abstracción olvida cuando llega a imponerse como cualidad del lenguaje. Identificando su encanto con lo que aquél olvida: lo olvidado siendo la tierra desplazada, la condición de este camino o el otro, los diferentes mundos, el precipitado de las interpretaciones; los caminos del habla, de la escritura y la electrónica.
(Pues cada medio induce su sistema de metáforas, y el producto condicionado de esas metáforas, tal o cual entidad del mundo.)
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Un cuerpo se afecta en sus extensiones mecánicas: el dolor que se le debe a los fallos de la informática, desconocedores de ese mundo, tan incapaces como con nuestros genes. Amando a nuestra máquina se introduce algo más de frío y sequedad dentro de la vida del mundo, la independencia total que no capta los momentos como suyos (soledad e incomprensión), iguales a la alegría, al comienzo.
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El logos es igual a la sorpresa: nunca se le tiene que esperar. Donándose al corazón, deja también claro que puede reclamarlo en cualquier momento.
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También yo introduzco mi parte de dolor: los extranjeros demasiado ruidosos en el bar, el borracho al que adelanto, la chica que viene de frente temerosa, yo contándolo.
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