Barnes on Sh. Las mitologías siguen haciendo historia.
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Althusser visitó Gr.
Blogger me avisa de que las leyes europeas, Dios las bendiga, me obligan a que avise a mis improbables visitantes y/o lectores de que mi blog usa cookies, pero a mí su aviso, incompetencia mía, seguro, no se me pone en la cabecera
La parte poética de la política es lo que no nos gusta nada. O sea: esa pretensión ajena de dar forma a la materia nuestra. Pretensión megalómana. Así que deberemos aborrecer a Platón. Aunque consideremos que el mundo actual se lee enteramente en clave platónica.
Yorgos Batayaki, híbrido heleno-nipón, sugiere que el trayecto recorrido por la mente europea desde la Ilustración, e incluso antes, dio pie a un descarrilamiento completa en razón de dos causas principalmente: el desfase entre teoría y praxis, por una parte, y el olvido represor de aquello que, fondo oscuro pero bien real, sustenta la conciencia diurna del humán (sic: ese es el término que utiliza), Así que quien sabe, no sabe actuar, y se conduce en el siglo como un idiota; pero es que además lo que sabe es un ínfimo obtenido a partir de un recorte radical de lo que es; o sea, una ilusión de luz porque simplemente no se quiere mirar al abismo; etcétera.
Termino de leerme, a salto de mata y con no mucho provecho, por mi culpa seguro, una novela de E. Waugh de título en castellano imposible hoy: Merienda de negros. La moraleja, si la hay, en forma de regusto amargo: la humanidad no tiene remedio, suspendida en una cuerda tendida entre el salvajismo y la indiferencia. Lo del amo y el esclavo, pero sin tercer día. Condenados a la reiteración del crimen.
Pomponio Exegetico, de la Scuola Nuova de Las Lagunillas, tiene mesa reservada, en un sentido cuotidiano, en un bar de bailes y tapas que está al lado de la carretera de Los Llanos, en la misma recta. Pomponcito, así le llamaban hipocorísticamente su papá y su mamá, no ha abjurado abiertamente de la ortodoxia, pero mantiene una doble vía en el trayecto de su pensar. Una, la senda dogmática del texto, tal como quedó registrada en los Manuscritos perdidos; otra, nacida del convencimiento de la costra de mentiras y mezquindades tras la virtud pública. De ahí el título de su opus magnum: Metaretética. En ella combate con razones escépticas contra los publicanos y fariseos, y se atreve a predicar la práctica del mal para burlar el falso bien. Se diría discípulo de Federico el Pruso, pero ignora su obra y se declara seguidor consecuente de Abenrús de Córdoba.
Marcuditos es un dexado. Quiero decir un iluminado que fija su doctrina interior en la renuncia al mundo y sus voces. No hay lugar más apropiado para este desempeño privadísimo que el erial desértico donde han ido a parar su osamenta y pachorras. Los vecinos, no hechos a estas rarezas, sospechan, murmuran y denuncian, por ese orden. A veces creo que tienen querencia de fuego, y que añoran esas eras. ¿Cómo van a comprender sus rucias mentalidades las sutilezas de una weltanschauung que ha renunciado a la convencionalidad pública del lenguaje? Tiene Marcuditos T. como agente diabólico a Luis Witt precisamente por eso, y se lo imagina como primer inquisidor si cometiera el error de salir de su refugio y acercarse al castillo. En verdad que a veces da en pensar que no hubiera debido salir de Uruguay.
...época dolorosa, mítica y confusa..
Así se refiere C. Martín Gaite a la guerra civil (en un artículo de 1976, recogido en Tirando del hilo), y añade que aquellos a quienes hirió en su infancia han vivido en el seno de sus "secuelas irreversibles" durante cuarenta años. Todavía se queda corta, pues aún se sigue viviendo en y de esas secuelas.
Ciudad sabía, acre y armónica. Te mandan desconocidos, venidos de la Secta. Varones y mujeres de oro sin mezcla, solares de día, protervos con nocturnidad.
Ciudad-dogón, eremitica y desierta, lugar de los muertos para la vida. Tuyo es el archivo del pasado, la falta de promesas del futuro, la irrealidad plena del presente. En una parte del camino que lleva hacia ti, en la venerable ciudad de T., se perdieron los Manuscritos. Estuve allí, ya no recuerdo cuántas veces, ni siquiera cuándo fue la última vez. Los papeles se perdieron por la incuria y el fanatismo, mixtura perfecta para el crimen. La ciudad de la garganta es, entonces, una proyección de la derrota, un anhelo invencible de sentido y acaso existe solamente en la mirada del observador.
Adorno
No tengo ideas, porque me han dicho que estas son reales. Tengo opiniones, fragmentos o átomos de doxa. Soy uno que ha leído en el muro las pintadas de otros y que, con leves variaciones, emborrona su propio muro. El uso común del lenguaje no me importa un ardite.
Me
doy cuenta de que tengo dos intereses recurrentes: el tiempo, que se
me escapa; los sueños, que olvido. (Lo decía y lo mantengo)
En cada individuo se reconoce una ley y una disidencia, y es esta disarmonía interior la que los tiene enfrentados, todos contra todos, en una desazón que no conoce el descanso. De ahí que el alma colectiva, enferma sin remedio, demande otra ley en la que cada uno pueda verse idéntico y distinto, pero sin guerras. Razonable y apasionado, con esa mezcla de sal en los asuntos que vuelve placentero el tiempo de la existencia. Así irán de la casa a la plaza, y de la plaza a la casa, contentos con el lenguaje y con las cosas.
En realidad yo no fui testigo de su destrucción, al menos no directamente. Amanecía, el tren se acercaba. Habíamos viajado toda la noche y es poco lo que se puede decir de bueno acerca de la comodidad de los coches cama de los expresos europeos, en la actualidad. No es lo mismo que era, ni ya somos tan jóvenes e ilusionados. Así que estábamos cansados. La ciudad dormía, igual que una casa con las ventanas tapiadas donde las ratas se refugiasen del terror nocturno.
Temíamos el daño de la caída, el rigor de las alimañas, y por eso evitábamos el lugar. Estos grandes cuerpos son temibles cuando llega su hora, y de nada sirve la electrónica para paliar el desastre, ni tampoco los paneles multicolor o las señales telegráficas, tan discretas.
Las máquinas venidas de lo alto, inexplicables, percutieron sin misericordia, no más de una hora, contra los muros de carga y los tejados. Esto lo supimos más tarde, cuando volvimos los ojos al desastre, a la superficie derruida-- una vez que nos duchamos y tomamos café. Listos para confrontarnos al día y sus materias.
De verdad que estábamos acostumbrados a las ruinas, aunque no nos conviniera-- sabedores como éramos de que cualquier día seríamos atacados por los residentes impíos. Lo aceptábamos como parte del precio de ser. Y por eso nos sentimos traicionados cuando el derribo sucedió en una pausa, sin poder mostrar nosotros un pequeño homenaje al lugar conocido, es decir, a un pasado en que nosotros mismos habitábamos ese lugar. Le temíamos, cierto, pero el respeto siempre estaba presente. De ahí nuestra piedad de ahora.
Los terrenos del asentamiento ascendieron a 150000 euros, y fueron costeados por un grupo de amigos. Es un rectángulo en pendiente que llega hasta la cima de la montaña, abrupta si se mira desde abajo. La mayor parte de la superficie está ocupada por lo que parecen rastrojos, y el resto por arbustos bajos, dorados, muy tupidos. Los colonos plantaron olivos, muy pocos en comparación con las zonas limítrofes. A mí todo este paisaje me parece admirable, conforme me lo van explicando. A la derecha del poblado, una cuesta sube a una cueva o abrigo, de evidente significado ritual en otro tiempo. Al bordearla entramos en una ermita bastante espaciosa, o más bien el esqueleto de una ermita, en hormigón y ladrillo visto. Lo sorprendente es que se trata de un lugar de paso hacia el balneario de montaña. Estamos a buena altura pero las aguas, lo compruebo por mí mismo, son cálidas y las gentes disfrutan de la estancia. Los más felices son, claro, los niños, a los que un muro de contención bloquea la entrada a zonas más profundas y peligrosas.
Ciudad de la lluvia, donde el ánimo corresponde. Yo vengo del otro lado, del aire seco y de la alegría. No puedo vivir entre brumas, entre tantos grises. Aquí mi alma es una casa en ruinas, donde anidan todas las ratas. No queda otra que huir hacia el páramo, donde ladran los perros de lo desconocido.
Los desobedientes, por curiosos, son condenados al trabajo. Para hacerles llevadera esa esclavitud cotidiana se les llena el fin de semana de ocio embrutecedor, anestesiante. Su liberación se alcanza con esa síntesis de trabajo y conocimiento, es decir, de aquello que les condenó, y que al término del proceso queda como meta final, y así tenemos a un dios autosuficuente que se autorreconoce. No se llega al acto puro más que a través del recio camino de la negación.
En esta urbe antigua, enclavada entre cauces de ríos extintos, de los que no queda más que el mito, los habitantes han dado en buscarse la vida cultivando manzanas y fabricando la sidra consiguiente. Pero es esta una bebida amarga, como casi todo aquello que viene del trabajo. Porque este representa la verdadera desobediencia y no el acto cognoscitivo. Au contraire, mon ami. Y es que se ha tergiversado el ordo rei, conceptuándose culpa lo que no es más que beata salida de la caverna de los laboratores.
La ciudad solar es su hermana simétrica, ajena a inviernos. Los convalecientes, emergidos de sus catacumbas, cruzan la carretera portando sus sillas y se instalan en el aparcamiento abandonado del cuartel militar. Una piedad anónima ha quitado la cadena de la entrada, para que los enfermos puedan recibir la luz y el calor en sus cuerpos destemplados. El lugar no puede ser más desolado: suelo de cemento con grietas y algunos yerbajos luchando por salir. Lo mismo que ellos. El viento que se cuela por la valla de alambre es la voz del alma suspendida.
En Weekendland está abolido el tiempo corriente. Calidades extremas jalonan el recorrido de la arena en el vidrio, empezando por la mañana del primer día, bien temprano. Es el momento de los planes, sendero de montaña o restaurante en la playa, en módicos kilómetros y horas a fin de conllevar la pesadilla de la semana. Un árbol centenario o un modesto rompeolas en la playa sucia inhieren en la memoria de las cosas de los convecinos. Yo no me cuento entre ellos a causa de otra de sus aficiones, para mí irresistible y ominosa: la visita vespertina obligada a las grandes superficies, en particular aquellas que incluyen películas en su recorrido. No me creo mejor, simplemente que no tengo fuerzas para ese modus vivendi.
En esta villa nocturna el destino se decide en tres palabras. Dos de ellas equidistan porque los residentes son masivamente partidarios del justo medio. La tercera es un comodín y se pronuncia al alba. El lugar no aparece en los mapas, solo se conoce -viejos recortes de prensa, anónimos- que hay una montaña y una línea costera limitando el espacio urbano. La población no es excesiva y está mayormente compuesta de enfermos desterrados del continente cercano.
En este lugar los días son felices y los sacrificios sangrientos. Las historias no se escriben, se cuentan y se confía en que la cadena de la tradición oral no se rompa nunca. Adoran al sol y construyen sus pirámides en la selva, allí donde la luz puede descender entre los árboles. Este es el lugar de los sacrificios, los felices son los ignorantes.
Villa zarzuelera y algo levitica, de calles empinadas y plazas en sombra, allí pasé un año feliz, recorriendo sus tascas y sus librerías de viejo..
Todas hechas de tiempo, que es la más dura y fugitiva de las materias, la piedra con la que se fabrica un lugar donde habitar. Nos constituye, nos deshace y se nos escapa.
Acero y cristal, esa es le presencia que le hemos dado ahora, su doble faz.
En esta otra, día de fiesta, profusión de cohetería en la plaza delante de la ermita, un pobre loco y alma de dios vende mecheros de piedra. Un matrimonio vecino nos ha llevado a mi madre y a mi; mi padre, algo enfermo, se ha quedado en casa. Llevamos la comida de casa, pero compramos dulces. Me estoy viendo allí, casi físicamente, con una presencia más allá de la debilidad de mis conceptos y palabras. Realmente sé que no hay nadie en ese lugar, aunque no invento nada, y que ocurre de este modo porque se pueden hacer planes para las ciudades del futuro, pero no para las del pasado.
Múltiples fuentes la animan y visten de verde y de oro sus tardes soñolientas. Ahora menos, con la sequía que no da tregua. A lo arbitrario de unos sucesos históricos, a medio camino entre dos reinos, debe P. su enclave en una meseta que da por uno de sus lados a un vacío, a un abismo sin puentes que atrae a los poetas en ciernes. Nunca la he visto dos veces seguidas del mismo modo. Viniendo por la misma carretera, a veces me la encuentro a la derecha, después de los molinos aceiteros y de los talleres textiles abandonados. Pero otras la encuentro a la izquierda y han desparecido fábricas y molinos y solo hay una zona junto a la carretera con un restaurante y una parada para los autobuses. En esas ocasiones ha desaparecido hasta el recuerdo de las fuentes y sólo el cortado al que dan las casas testimonia la constancia de la urbe. En realidad no puedo decir que yo no viva allí, aunque no sé lo que ocurrirá en un futuro.
Es una perfecta cuadrícula en el llano, rodeada por un muro más testimonial que defensivo. En la parte que da al sur, una puerta, y al entrar una gran explanada de piedra con unos pocos árboles a los lados. Detrás, las calles regulares. El urbanista hizo bien su trabajo, perfectamente razonable. El vecindario no se queja ni de falta de luz ni de la limpieza ni de la falta de corrientes de aire que limpien la atmósfera. En esta villa no viviré, pero tendré que estar.
No viviré en aquella ciudad que desbordó un río, deshaciendo muros, plazas y tierras de labranza. Las piedras taponaron los ojos del puente mientras cámaras antiguas filmaban en superocho los saltos del agua. Desaparecieron escuelas y cines y las espigadas canadienses no creían lo que veían sus ojos protestantes: un desierto no consiente estas contradicciones. Se fueron mis libros escolares con la tormenta intempestiva y recuerdo que los padres lloraban incrédulos.
Nadie vive ahora en esa ciudad porque el pasado es un país perdido.
El discurso es culpa. Eso se conoce inmediatamente. Sobre todo pasa con las charlas algo etílicas: la inteligente claridad del momento se vuelve lo que realmente es. Nada más que proyección pública de la frustración. Más sabio cuando y cuanto más callas.
Sin embargo sí que valdría la pena recopilar estas experiencias tan comunes de maltrato, la violencia de baja intensidad y retrasada con quienes fuimos escolares en los 70, en las postrimerías de aquel, y después de aquel. Un muro para la exposición de las pequeñas infamias, de la mala sangre, la mediocridad y tantas menesterosidades. A pesar de todo, eso sí, aquí estamos.
Esta es ciudad de luz y de cuevas. Ahora comercia, pero en otro tiempo, y no hace tanto, era lugar de prófugos. Plantada junto al camino real, los montes del otro lado prestaban refugio a quienes eran perseguidos por la ortodoxia. Primero el fuego, luego los fusiles... Primero judíos y los cristianos después, tuvieron que ocultarse en las cuevas. Aunque tampoco los perseguidores se excedían en el entusiasmo. Por eso conservamos sus apellidos y están entre nosotros. Que ahora los ingleses se hayan adueñado del terreno no es algo que haya abolido la memoria de los esclavos. A mí me resulta complicado imaginar aquellas vidas cuando dejo el coche al lado de la carretera y bajo por el camino de tierra que bordea las casas antiguamente sospechosas.
No me veo, no me hago a la imagen, de vivir en torno a un castillo. Aparte del riesgo de entrar en él, y nadie podrá dudar ahora del parentesco de castillos y laberintos, se me antoja ingrata la existencia entre callejuelas estrechas y tortuosas que no paran de ascender. Sí, ya sé que las pequeñas tiendas donde se vende de todo tienen su atractivo. Pero yo prefiero el trazado rectilíneo, regular y afrancesado, aunque no me disgusta la piedra noble ni los adornos bien ponderados de las fachadas. Así me miro en un espejo de lo que no soy. Mi ciudad ideal, y por eso imposible, está trazada desde no hace más de dos siglos, sobre ruinas venerables. Una vega fértil la alimenta y los ciudadanos viven felices, con asumida resignación. Las campanadas regulares les muestran el orden verdadero.
Tampoco estará mi morada en esta que sin embargo he visitado muchas veces por la noche, y que creo que no existe. Contrariamente a lo que sucede en los cuadros de aquel italiano, la luz reina por todas partes en la ciudad plana atravesada por un río. No es Córdoba, por lo menos la que yo conozco, la de este lado del mar. Sé que hay múltiples librerías en ella, pero que siempre pierdo la dirección, todas las veces que la visito. Una vez, incluso, me llegué a salir extramuros y vi el lago, desde el sendero de un monte. La verdad es que ya no tengo esperanzas de dar con alguno de los establecimientos dedicados al invento de Gutenberg, y me atraen especialmente el de la parte alta, dedicado a la poesía, y uno que está en una calle cercana al río. El otro día, en G., creí acceder a ese mundo por un momento, pero era un espejismo y SP, al lado de la Puerta de E. estaba cerrada. Claro, era el día de difuntos y quizás por eso recordé, aires de familia, el territorio de tantas noches. Pero ya digo que en él reina la claridad.
En la tabla, blanca, que hace de expositor solo hay un montón de ejemplares de ese periódico en concreto. El precio de cada uno, en torno a los cinco euros. Pregunto, porque no se ve que hoy lleve nada especial. El motivo, me dice el encargado, es que al papel empleado se le da un tratamiento especial. En efecto, parece satinado. No hay nadie alrededor. No veo la cara del kioskero, solo oigo su voz. No estoy nadie más que yo, supongo. Y por esto no sabría decirte si esto es o no una ciudad habitable. Porque tampoco estoy seguro de estar yo.
Tampoco habitaré, aunque la he visitado muchas veces, en esa ciudad ribereña sin río, dueña de la luz más rotunda que haya visto nunca. No es una ciudad hermosa, sus calles son más viejas que antiguas, las casas que pudieron ser nobles perecen de abandono, pero es cómoda y clemente con los viajeros. Si estos se conforman al áspero acento de los pescadores. Vista desde arriba, desde las ruinas de la fortaleza, la línea de la playa la delimita rotundamente y abre la mente a sueños de islas. No sé si será tan raro decir esto último, porque la verdad es que esta ciudad y la provincia del mismo nombre siempre estuvieron un poco al margen de la historia, aunque no libres de sus crímenes.
La diferencia de calidad en el tono intelectual de una época la marca, entre otros signos, el hecho de que sus mejores pensamientos no van a parar al reverso de los sobres de azúcar, sino a los de sacarina.
De entre las ciudades donde no viviré, nunca debo olvidar a G., la primera de ellas. Recuerdo ahora la decrepitud tranquila y dulce de ciertas calles, el día de difuntos, las estrechas callejuelas apuntando hacia arriba en quiebros imposibles. Esta ciudad o parte de la ciudad es herencia. Lo dicen alguno de sus monumentos, y hasta el suelo donde se ha clavado la ciudad nueva parece que quiere dar testimonio de ello.
Pero ocurre que poseemos la memoria nada más que para corroborar el carácter irredimible del tiempo.
Más allá de la oratoria patriótica, las camisas negras, el saludo romano, la glorificación de la virilidad y de la juventud, el fascismo estuvo siempre desde sus inicios inextricablemente unido al militarismo, a la brutalización de la política, a la necesidad de purificar con la violencia esa sociedad decadente. Empaparon la tierra con sangre. Una historia de ambiciones imperiales y totalitarias, de atrocidad moral. Para pensar y aprender, cien años después. (J. Casanova, en El País)