No viviré en aquella ciudad que desbordó un río, deshaciendo muros, plazas y tierras de labranza. Las piedras taponaron los ojos del puente mientras cámaras antiguas filmaban en superocho los saltos del agua. Desaparecieron escuelas y cines y las espigadas canadienses no creían lo que veían sus ojos protestantes: un desierto no consiente estas contradicciones. Se fueron mis libros escolares con la tormenta intempestiva y recuerdo que los padres lloraban incrédulos.
Nadie vive ahora en esa ciudad porque el pasado es un país perdido.
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