Un lugar y un tiempo: prometen sin dar, o no prometen.
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...Salió a la calle nuestro hombrecito. ¿Qué necesidad tenía, a sus años, de abandonar la mesa con el brasero? Salió a la calle, y mientras pasaba por la acera helada, cubierta de hojas caídas y húmedas, pegado al muro, a un costado de la rambla seca, primero, y después, cuando cruzaba uno de los puentes que adornan la ciudad vieja y magnífica y veía venir de frente -pues su dirección no la llevaba nadie, a esas horas- , en grupos pequeños o solitarios, a las gentes venidas de fuera -expansivos los del este, cabizbajos los americanos, no podía -queremos decir- dejar de pensar en los riesgos que estaba corriendo. Sabía que esas cosas pasan , que no tenía manera de evitarlo y que las intenciones que le habían empezado a señorear su cabeza podían malograrse por completo. Entró en el bar, con pocos parroquianos en ese momento, y ese tiempo que calaba los huesos del alma. Allí, con el calor, podía reflexionar a gusto acerca de sus temores (¿podía hacerlo?). Miraba las ventanas, al otro lado del local, la fuente en la calle, algunos coches que ocasionalmente pasaban, dando una claridad rápida al asfalto mojado. Sí. Esa misma noche podría subirse en el auto, recorrer las calles de la ciudad, decidirse y entrar en cualquier lugar, del que él no tenía ideas ni remotas. ¿Entonces? No quedaba más remedio que aguantar y pensar. No, definitivamente, no debía haber salido. Tenía, para mirar, más allá del balcón de su casa, los tejados. Esta tarde no había habido gatos, pero él igual podía soñar, contemplar el tiempo inmóvil en la carretera que conducía hacia el cementerio. Se acordó de que hacía tiempo que no había ido...
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