Comenzamos las relaciones ofreciendo nuestros cuerpos. Les concedemos el derecho a ser, ocupando su lugar y sonriendo. Para ellos la cocina es mucho más importante que la cosmética: con el fín de verlos bellos, alegres y llenos de gracia. Si no se cumplen sus derechos -o si nos avergüenzan-, el alma -que es nuestra forma de individuos en solitario- pierde la voz, se adelgaza hasta el punto de que ya no somos el objeto de las conversaciones de los otros, que terminan por no mirarnos ni acordarse del timbre de nuestra voz.
La falla de la conciencia consiste en que siempre acaba por reconocer su estado: sabe de la lejanía de los ojos, tan grande como la vergüenza que siente por dentro. La náusea de la carne, de su propia carne, el asco más íntimo y familiar, le lleva -a él y a su conciencia- a un distanciamiento progresivo, a estar en el banquete de otro, presintiendo en silencio la dureza del abandono, los pasillos del hotel vacíos (dentro de su mismo ser).
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Todo sucede con una necesidad mecánica: retribuyendo culpas; resultado automático de las elecciones libres, pues nunca se ha engañado al respecto, y tenía esa modesta providencia acerca de su futuro al alcance de la mano, con nada más que mirar al espejo.
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