10 de diciembre de 2006

Ironía, 10 de febrero de 2006

(Granada, Paseo de los Tristes, Mil novecientos ochenta y tantos)

Cuando joven, quise siempre compartir la alegría, aunque realmente nunca fui capaz, y /eso ocurría/ de un modo consciente y voluntario. Participar significaba vivir la fiesta de la borrachera, y deseaba por encima de todo conservar la conciencia y el esfuerzo. ¿Era consciente ya, entonces, de la obligación de contar el/mi tiempo /personal/? De una manera apoética, aparte de cualquier simbolismo o álgebra, tendría -pienso ahora- que saber /en aquel momento/ mi destino de escritor de unas memorias. Me faltaba y me falta (?; ilegible) el tema, o el argumento, aunque no el sentido -porque la obligación se concreta en un conjunto de episodios desconocidos por el joven: la muerte de los padres, la destrucción de un paisaje y hasta de una forma de vida, mi propia crisis sociológicamente orientada (por ese orden, según lo entiendo en este momento).

Queriendo ante todo ser fiel al hecho, me obligo a traicionarlo, trabando lo que me han dicho hoy (Paseo de los Tristes, Granada) con lo que no viví entonces, /cuando estaba/ ávido de mi serenidad aunque me la guardara en silencio o en la lectura -de siempre quise atar la memoria al dominio de las palabras y no a otra cosa, pero ¡qué ingratas son cuando se circula/vive con ambiciones y qué felizmente fluyen en los raros momentos de gracia, que por inmerecidos nos rinden a su gracia /NO: caricia/ amorosa! Así que podremos suponer en el joven la forma de la intención -si es que el niño no se orienta/gobierna ya por el esquema de las finalidades: "qué quiero ser de mayor?"-, /un/ objetivo que se asienta en el corazón y no se puede dejar de lado. Hasta ese momento /el de hablar, contar, recordar/ -no se puede conocer de manera exacta su llegada- se reitera la forma de la intención en el hábito obsesivo que seca el cerebro y la sangre, nuestra inteligencia y el cúmulo entero de las relaciones mantenidas con aquellas personas que nos comprometimos a amar.

Reducidos al mínimo /en ¿aquel? momento, igual que ahora, pero de otro modo/, la conciencia vuelve presente con una intensidad dolorosa... el paso entre la muchedumbre, Paseo de los Tristes arriba, percibido en la imagen mirada/vista de la fachada el conjunto que siento, con el corazón, que puedo gobernar con una palabra mágica y definitiva. (O quizás me engaño y la unidad entrevista, en la grandeza del edificio, y /al lado/ del puente que cruza el río sucio a los pies de la Alhambra, pertenecen a una visión posterior, al adulto expedito para el trabajo y la existencia familiar).

Ascendemos, y sólo me consta ahora el coro unánime de los borrachos -así lo imagino/veo-, vistiendo/representando una alegría que yo tengo que prestarles con la imaginación, porque no me siento, en mil novecientos ochenta y tantos, capaz de darle realidad a esa alegría -¿cómo pueden engañarse /tanto/? En el mirador tengo /experimento/ el máximo desagrado (?): la masa desplegada y yo deseando volver.

Instantes más felices, y deben ser también de la misma fiesta o me gusta a mí confundirlos, vienen con /el paseo por/ las aceras de la Gran Vía. ¡Quién no daría toda su vida por lograr -ahora que lo enuncio- el significado pleno del asunto más superficial que pudiera ocupar los ojos y la inteligencia del joven! Experimentar la urgencia de esta petición cuando en la vida de un individuo ya es imposible satisfacerla, puesto que los años y los fracasos han llevado tan lejos -al infinito de lo que se condena a la indefinición- lo inefable, el aroma de entonces, el perfume primero del amor, la alegría de cualquier descubrimiento trivial.

¿Por qué no conmovernos al recordar los gestos absurdos, el paseo kilométrico -por qué siempre ese motivo, esa obligación- al fracasar con la novia pretendida? De insatisfacción y fracasos me alimento, rellenando triste los huecos mediante el calor prestado -bastardo, aunque yo lo amo- de unas palabras desordenadas, tanto más puras y queridas cuando las abandono y me dedico a otra cosa.

***

Antes de la confesión, la vergüenza; después queda para el sacerdote, o los deudos.

Pero la confesión fracasa si se están corrigiendo las palabras, interponiendo un estilo entre la verdad y el oído, máscaras para la ocasión de un lucimiento: la religión contiene sus hipócritas, los crea, los necesita. Por supuesto también la religión de la verdad personal: el carnaval impone su alegría de caras falsas a la piedad más seca. La voluntad de vivir por delante, dogmática y creyente.

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