Los niños rompen los encantamientos, cuando hablan.
No saben lo que quieren, hablan.
No dicen lo que piensan, lo rodean; no lo dicen porque seguramente están equivocados.
Siempre estuvieron equivocados, y eso les produce una vergüenza enorme: no es su mérito, sino su estado.
Renuncian a la caridad consigo mismos: no se permiten lo fácil, para seguir tropezando mejor; el calor cristiano es demasiado cálido para ellos, tan tímidos.
Por todo eso tienen que ser torpes cuando las madres se dan cuenta de su dolor y son tiernas: tampoco hablan, exhiben tercamente sus maneras.
Irresponsables, no se les puede pedir demasiado: su única verdad, se la dan a otro (yo no, él), viene de la lengua, es social. Piensan que siempre estuvo ahí, que ellos no están a la altura, salvo las veces que son ingenua y sinceramente desprendidos: no quieren monedas, son más ambiciosos y piden un instante del pasado. Éste se resiste a las lágrimas y sólo rinde brevemente su encanto cuando el amante se abandona a él: por eso su cuerpo parece sombrío, y los ojos dentro de su cuerpo. No da sus pasos en ese momento, anda por lo que querría. No se le debe tener demasiado en cuenta: retorna de la noche, de su baile imaginado, de los padres. A veces, al volver, trae algo de su viaje y se permite ser generoso: lo derrama sobre todo aquello que mira, con la misma torpeza de antes.
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Pero no es fácil.
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