No se desea la ficción. Se es, ¿se es?, pero ¿qué se es? La sentencia chestertoniana, quien no cree en el dios puede creer en cualquier cosa, no tiene por qué mostrar nostalgia alguna de una creencia, imposible, sino más bien el pronóstico de lo que viene.
Una ficción multiplicada e inventiva podría, efectivamente –si se tuviera esa cualidad o ese instinto, que yo no-, transformarse en un orden de aventuras: espacio, tiempo, acción. “Yo, todo: el héroe, el Único”. Pero no siento –porque lo desconozco, realmente- que esto sea así: se ama la condición ficticia porque no se tiene la condición natural –porque con algo hay que abrigarse-; y, aunque ésta no haya sido real nunca (demasiado bello –lo natural, lo auténtico- para tomarlo por verdad), se tiene deseo de ella, o necesidad. Por vivir fragmentariamente, con el paso o las ideas cambiadas, o como queramos denominar el problema.
Porque de eso se trata, en el fondo, de asignar nombres a las cosas, para con-llevarlas mejor. Así nos valoramos –seguro que en mucho más de lo que somos- rotulando “imaginación” el mundo completo de lo que nos falta: fuéramos o no fuéramos un pequeño mundo, sentimos que lo hemos perdido.
(El seguir engañados –creyentes de ficción, de puntos arquimédicos imaginativos- nos puede hacer más conscientes (¿) o más desgraciados (¿), imposible saberlo: por eso las dudas, las obsesiones, porque no se sabe lo que se dice.)
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