El acordeonista lunático, un maestro retirado, regala su música solitaria (apenas cruza una persona por la tangente, y esa persona podría ser yo), sentado en el banco de la plaza de un pueblo que quiso ser ciudad, inflamado por el sueño de París, y se quedó en nada.
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Considérese la idea de que los pueblos son seres vivos y habremos recobrado en otro espejo la condición finita y fracasada de nuestras acciones---
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