Contra los expertos en asuntos sociales
No se debe confiar demasiado en unas gentes propensas a hacer vibrar la cuerdas de la culpa ajena: depositan la solución de los males, en las cosas públicas que administran y cuyos detalles hacen ejecutar a otros peor pagados, a la confianza que se debe tener en los destinatarios de la acción.
Así que la obra piadosa (ellos emplean otro nombre) integrará la creencia en el valor de la persona a la que se envía la gracia (de la religión, del Estado). El intermediario no tardará en notar cierto fastidio en el contenido del mensaje, y en el envoltorio: de ninguna forma tiene que pensar él en una buena nueva, dibujada en el papel con el lápiz de la buena voluntad y nada más. Percibe que el mensaje pesa, tiene aristas cortantes y se le está demandando algo de su sangre (y si es preciso toda su sangre, igual que un soldado, puro ente numérico, uno más): si el buen resultado final depende de su personal actitud de confianza en los otros, siempre cabe la posibilidad de señalarle a él como culpable si algo sale mal (como, en efecto, ocurre muchas veces), diciéndole que no se ha esforzado lo suficiente o que es un redomado hipócrita, y no importa que el objeto de su trato sea el mayor desalmado criminal.
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El espíritu escéptico, avisado de estas tracerías, nunca encarecerá bastante la conexión demoledora que popuso F. Nietzsche entre virtud y mentira; en nuestra época, señalaríamos como un ejemplo entre infinitos, la conexión fatal entre la noticia periodística que ha suscrito el interés por el bienestar del mundo y la cantidad de mentiras que vienen con el supuesto hecho que justifica la prédica del bien.
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