17 de septiembre de 2007

Barthesiana

(Self)

Él, aquel del que siempre hablamos, iba adquiriendo una especie de certeza cartesiana, cada vez mayor, acerca de sus pasiones: podía asegurar que era de los estados de ánimo más sombríos de donde salía con mayor claridad hacia la escritura. Realizaba en la humildad más inconveniente y cristiana el movimiento, que le tenía que sorprender, hacia la libertad de la conciencia, de su conciencia (inesperada, como digo). Si el cuerpo tuviera que hablar lo haría como de una muerte y resurrección, llevando la verdad, y el error del que nace, a la vida (del caos, la luz): trasladando dudas y saberes a la misma naturaleza, igual que si todo estuviera regido por el anillo, es decir, por el ciclo.

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Cuando se le pedía que concretara de qué estaba hablando realmente, qué es lo que quería ocultar más que mostrar a través de las palabras que hacían ruido, manifestó que todavía recordaba con temor una extraña sensación que le puso sobre aviso hace un par de años o tres: la indiferencia frente a todo, la carretera infinita y sin sentido a bordo del coche.

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Estos movimientos de la duda pertenecen, evidentemente, al cuerpo: por lo cual la verdad alcanzada es un renacer y una alegría.

De lo cual podríamos concluir también (tejiendo o destejiendo el discurso clásico: Descartes, Pascal, Spinoza) la absoluta igualdad entre imperfección, tristeza y noche---

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(Anotaciones pasadas, escritas con urgencia, en rojo: 13 de septiembre, por la noche)

Las frases vienen sin rostro, sin máscara, impersonales---

El lenguaje es voz, si es que ha de tener significación humana ( = diferente de la técnica y de la artificiosidad matemática).

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(Autocomentario)

Es decir, que el lenguaje se habla a sí mismo. Y también se quiere lograr el pensamiento renunciando a ser uno mismo el que lo soporte ( = un pensamiento sin sujeto, sin base, sin sujeción).

Pero se tiene que saber que la renuncia al yo que duele es correlativa a la renuncia o abandono de los otros (se les deja de lado, nos dejan de lado).
Todo adquiere la claridad de una edificación de cristal, cuando vamos paseando por la calle: porque nosotros somos paseantes, no queremos vivir en la casa ni ser la casa. Una edificación irrompible habitada por nadie, por los ecos sin cuerpo---

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¿Quién no saldría corriendo del exceso de luz -pero no: es transparencia demoníaca-, del frío y de las superficies que se asocian al gris y a la muerte?

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También mi ciudad minúscula cuenta con un Paseo de los Tristes, por donde los calificados van a devanar su negrura. Discurre mi calle modesta a lo largo del muro que bordea la rambla, desde la Plaza del Pueblo hasta las casas muy viejas, muchas de ellas ruinosas, del Barrio Alto. Creen los ojos, que están ávidos de creer, que no hay nada superior a la belleza pensada: el orden que componemos a partir de los fragmentos de un muro irreconocible de un amplio solar abandonado, la casa de la que ha desaparecido una de las paredes y con el tejado a punto de caerse---

Tengo que decir que el suelo aquí es miserable y de mala calidad, que no lo acompaña ni el agua rumorosa ni los risueños verdores, que cualquier edificación ordenada del terreno daría pie a un suave contentarse de la mirada, por el orden humano y por el progreso alcanzado. Pero no sería una belleza pensada, hecha de tiempo y derrota---

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