Si el precio de la claridad, de una escritura viva, tuviera que ser la pérdida de la razón, o de la fe, o la misma admisión estoico-nietzscheana del dolor y la constante frustración, no se me antoja quién estaría dispuesto a pagarlo.
Atiéndase a que la ganancia es mínima, si es que hay alguna: una miseria continuada, sangrante, un espesor en las ideas y en el ánimo, para una pobre pepita de oro en la que otro igual se reconoce, y que siga la rueda.
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