Tengo demasiado respeto al lenguaje (soy un hombre introvertido) como para poder soportar con agrado el exceso de tontería. Entre lo que oigo y lo que interpreto se me interpone una selva de dificultades, de comprensión y de relación. Acabo, normalmente, huraño y medio peleado con todos, sin que me entiendan ellos a mí ni yo a ellos. Soy un espíritu seco y lo sé. Pero no tengo compasión de mí mismo. Quizás por esa razón no sea odio estrictamente lo que me produce ver la satisfacción ajena en la propia imbecilidad, en la suya propia quiero decir (basta, para verlo, con salir a la calle o encender la tv). Odio no, que es vicio de debilidad, sino repulsión hacia un pecado en el que se cae tantas veces por inadvertencia: me supongo que soy necio muchas veces, pero yo no lo quiero. Un asco similar, diría que de la misma familia, la de lo impropio, al que producirá la viva imaginación del cuerpo amado en brazos (es un decir) de otro.
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¿Hay cuerpos amados? Pensaría yo que sí, si no fuera yo preso de las estrellas a diario (los horóscopos). Diciéndome de mi ser voluble. Si no hubiera leído en la trilogía de Pedro Salinas sobre la coronación en destrucción del amor, aquello que se abrió en idolatría de cuerpos y pronombres, cielos y risas.
Pero hay cuerpos amados. En la muerte.
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