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27 de noviembre de 2007
Críticas escolares: Ébano, de R. Kapuscinski
Un viajero recorre tiempos y países del gran espacio desconocido. Sabemos la historia colonial, escrita desde este lado de los hechos y de la memoria, ajustados los acontecimientos a una historia de tiralíneas y ambiciones que, lejos de producir diversidad en la unidad africana, fijó sin miramientos una geografía imperial que atravesaba y rompía una riqueza casi ilimitada. Queda poco que festejar, ni en el espacio ni en el tiempo. La relación africana del soberbio cronista polaco anota, sin dejar lugar para las dudas, diversos momentos de una desesperanza que agobia a un continente y vacía de contenido el sueño de la descolonización. Sería injusto, pero no está muy lejos de ser ejemplar, mentar el caso de Liberia, la ideal república de hombres libres constituida en el XIX en la costa occidental africana, con los esclavos liberados traídos de Norteamérica, y que no extienden su libertad recién conquistada sino la esclavitud que les era familiar hasta hace poco. Sólo que ahora le toca a sus "hermanos". No está lejos el caso de ser ejemplar, de representar una verdad, que figura una tragedia que tiende a propagarse y repetirse de muchas e idénticas formas: entre el puro bestialismo de miserables como Idi Amin y el espíritu de casta de los nuevos amos autóctonos, civiles o militares que no dejan -para eso han sido puestos ahí- que la ex colonia se aleje mucho de la ex metrópoli. Sin llegar al magistral relato que es su texto El emperador, sobre Haile Selassie, que podría figurar entre desconocedores presuntos de la historia y la política planetaria como un manifiesto totalmente logrado del surrealismo o el absurdo, este otro libro de Kapuscinski gana en extensión lo que pierde en concentración. Es todo el continente, pero sobre todo en sus lugares y períodos más sombríos, el que se manifiesta al lector europeo (yo, tú) como lo otro radical, lo absoluto extraño. Cuando lo básico es lo esencial, lo que falta y, al faltar, lleva necesariamente a la sed y la muerte, es la superficie sobrada de nuestras occidentales vidas acomodadas, cotidianas y no problematizadas, la que produce una percepción de un mundo de sinsentido. Porque no es posible (y racionalmente eso implica que no puede ser real) que sea la misma humanidad la que sobrevive, sin nada, sin hacer ni poder hacer nada, en las terribles bidonvilles que rodean las capitales africanas, sin más horizonte que la recluta salvadora -del hambre- en el ejército de algún warlord, que el conformista ciudadano de una civilización que le acuna en su bienestar tecnológico, con promesas día a día renovadas de mejor vida. Haga el curioso lector la prueba de leer y considere si ésa es la misma humanidad, o si no le atormenta la vergüenza: por la ignorancia o por la culpa.
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