Como ese difuso sentimentalismo cristiano, que ha olvidado que lo es, y se complace en un disparate lógico: el de pensar que para cualquier situación individual o colectiva siempre se encuentra algún particular que es el responsable, i. e., la causa. Dado que las situaciones problemáticas parecen potencialmente infinitas, se puede concluir que cualquiera puede convertirse en el causante de algún mal.
Todo esto, que es el mayor de los absurdos, echa por tierra lo que debe constituirse como la verdad primera de nuestras acciones: sólo uno es responsable. El resto, la profusión de razonamientos exculpatorios, no representa más que cobardía.
Así, sobreentendido tras otro, sin leyes escritas de anticuados Moisés que las muestren, vamos acatando las más extravagantes suposiciones sobre el curso de las cosas: mis pobres hombros ya no son los dueños de mis acciones (algo sobre lo que no cabía discutir) sino la explicación (política) del curso del mundo.
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