6 de noviembre de 2007

Reglas

Tendrá que resultarle siempre inexplicable la conmovedora comprensión hacia las circunstancias de quien incumple, conociéndolas, sus obligaciones; inexplicable el aire de perdón con el que el descreído, en otros ámbitos, abraza al pobre infractor, que mientras tanto sonríe y seguirá sonriendo por toda la eternidad. Puesto que ha alcanzado el cielo en la tierra: en efecto, aquello sobre lo que, según la regla, debería caer un manto de desprecio (y, si somos benévolos, de olvido) es abrazado, al contrario, con un aliento cálido.

No habría nada que objetar a los comprensivos, si se limitaran a señalar que el mundo funciona según una medida diferente a la que se suponía: que, por lo tanto, la mentira, la traición y el crimen (un desliz que uno se perdona a sí mismo ya es el inicio de una carrera delictiva) contribuyen a traer el mundo-feliz-ya-ahora.

Pero no se les puede perdonar la incoherencia de mantener las buenas formas: parlamentos que excretan sus leyes, tutores que escupen su moral, todas aquellas imposiciones que luego son sistemáticamente ignoradas, salvo por aquellos individuos que tienen que quedar como idiotas que no entienden la verdad, y todo esto saturado de sonrisas y asquerosa tibieza.

Pero milagrosamente voy entendiendo (la mano que escribe informa al cerebro), o sospechando que se ha decidido que la entera maldad que ha de tenerse por bien viene ya contenida en la misma publicidad contradictoria de unos mandatos que, superficielmente, siguen ciñéndose a la tradición; y no es ya que haya hipocresía (que puede ser la otra faz de la tibieza), sino el mismo tejido enredado consecuentemente (general y sin excepciones) de verdad y falsedad: así, el que pronuncia la sagrada palabra "deber" ya ha pecado en su mente, pues no cree ni sabe ni quiere conocer siquiera aquello que está blasfemando su boca. Que no puede ser sino blasfemia el quebranto o ignorancia a sabiendas de la sagrada majestad de la moral.

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