Sostenía Pavese, a propósito de otra cuestión que le martirizaba, una creencia que no es lo que yo digo a continuación, pero que la traslada, elevándola hacia arriba y generalizándola a la vida (ningún mérito el mío, sino lo contrario: lo que C. P. decía pertenece al abismo y no hay mayor verdad que la suya, que me callo y que está en El oficio de vivir, o de morir):
Un dios que no desea se convierte en deseado. No yerra nunca: contiene en sí mismo y eternamente la pura razón en un espejo infinito. No medita, porque esto convendría a una reflexión que se ejerce en el tiempo y cuenta con la muerte como fin posible. Si acaso diríamos que goza para siempre de una prudencia sin falla, alegrándose para sí de su conocimiento, sin dolor, de todos los desastres de la experiencia y la desesperación que se encuentra en la vida de sus espejos quebrados: los hombres que le aman, que no son amados por Él, distantes por toda la amplitud del tiempo de su redondez perfecta.
De manera que el amor se revela una farsa cósmica: una atracción ejercida sin deseo desde el objeto al ser deseante, que se mueve y se muere en dirección hacia una satisfacción que si, por desgracia, obtuviera, le haría forzosamente infeliz y aburrido, y vuelta a empezar---
De lo cual concluye mi flaca razón la falta de cierre del mundo, su estado del proceso sin final conocido: movimiento sin acto. Sí. Sin acto.---
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