Actúa el poder judicial sobre los contenidos de la educación cívica que el gobierno estableció, y van los bondadosos ciudadanos (suizos parecen de tanta bondad) a exponer unos fragmentos (¿fragmentos?, no!, sino cascotes) de razones (ayer, en El país) que hielan la sangre del morigerado (yo prefiero a éste, que popperianamente renuncia a la verdad plena y pletórica y que pretende seguir buscando, al juvenilizado portador de los heroicos furores, un tipo que me parece despreciable por su bestialidad), pues que fácilmente se olvida la definición aristotélica de virtud: un justo medio determinado por la feliz ecuación de experiencia e inteligencia (= prudencia).
Así, en este secarral insolidario, rásganse las vestiduras los que quieren un contrato de integración para extranjeros (lo que no es mala idea, prima facie), pero les parece odioso totalitarismo si el tal pacto deben suscribirlo (según plazos educativos) los jóvenes nativos patrios. Esto desde las derechas, porque desde las izquierdas ocurre lo mismo pero al revés: nos obligamos a nosotros mismos (¿qué ha de ser la amistad cívica sino ese tejido de bondadosas y tranquilas relaciones, como de un amor reposado, que nace de que se cumplen las normas en principio?) pero luego nos parece etnocéntrica ignominia que los que vienen hayan de acogerse a nuestra obligación, ¡como si el considerarlos integrables fuera racismo, cuando sucede que se está diciendo que si tú te acercas a mí yo estoy dispuesto a recogerte!
En el secarral de mayo y de España, a bandazos de impudicia, no es que hayamos olvidado que la ignorancia de la norma no libra de cumplirla, sino que merced a una prodigiosa experiencia de deseducación se piensa ya lo contrario, que acatar las disposiciones legales es de imbéciles y que hay infinitas razones para quebrantar la reglamentación común y solamente una para ajustarse a ella (ser un poco tonto el que tal hace).
No habrá, ciertamente, el Estado de promulgar normas de ajuste interior de la conciencia, lo que además es imposible (los sistemas inquisitoriales se asientan histéricamente sobre esta certeza que aun ellos mantienen: sustituyendo el consenso de corazón con el desgarramiento de las voces que salen de cuerpos torturados), pero no habrá, tampoco, que renunciar a una política ilustrada que mantenga los rescoldos del liberalismo ilustrado, la política de querer enseñar la forma (que no el contenido) interior de la ciudad, su finísima arquitectura conversacional (procedimental, amistosa), con el sagrado fin de que las únicas disputas políticas hayan de limitarse a este o el otro empleo de los dineros de todos, no a la definición excluyente del ciudadano que tan bien conocemos en su potencia criminal, y a la que parece ir dándose carta blanca, como consecuencia de la renuncia española a instruir para progresar.
Si el espíritu de K. de K. hubiera sobrevolado este lugar sin agua se habría vuelto horrorizado a su boreal y doméstico refugio.
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