Leí el breve texto de Ajmatova en una noche ansiosa, sin motivo (sin motivo la noche, ni la lectura). Tengo aquí el libro delante, junto a la torre negra del ordenador, a mi izquierda. Cátedra, 2006, 1ª ed. de 1994, versión bilingüe de J. García Gabaldón, que también firma el largo estudio introductorio que, perdón por ello, no he leído, todavía. Cátedra, colección Letras Universales, cubierta blanca con un cuadro en portada de Ajmatova pintado por N. I. Altman. Qué nariz más extraña la de esta mujer. Barato, el libro, 8, 99 ers., comprado en Diego Marín, en Murcia el 28 de febrero del año pasado. Un precio ridículo: puesto que me ofrece una Verdad, por casi nada, su valor tenderá a infinito, si debiéramos juzgar de estos asuntos de la palabra poética con el verbo ecuánime, exacto, de los matemáticos. Yo no soy capaz de esa exactitud, aunque sí me siento un poco responsable de prolongar con mi torpe luz las palabras de Ajmatova, y ayudar al viento frío (o cálido) como se dice de la palabra de otra grande, Tsvetaieva, que las pone en circulación, de aquí para allá, sin límite de tiempo (lo dice A. Trapiello). Si me creyera yo con algún tipo de valor no me atrevería a esto, a ver y escribir por mi cuenta lo que los versos (traducidos, pero no debe importar cuando se trata de verdades), lo que los versos de Ajmatova pueden decirnos, muchos años después y en lugares muy diferentes, a personas que quizás no lo hayan tenido (como es mi caso) tan negro en la vida, que no hayan tenido que soportar la tragedia totalitaria y que no hayan tenido que ser considerados parásitos por dementes ideólogos, como le pasó a J. Brodsky. Extendiendo la conversación sobre estos temas la culpa nos puede cercar indebidamente: quién sabe si nosotros mismos, pobres maestros, no somos igual de injustos con los jóvenes!
Ella dice así:
"No, no estaba bajo un cielo extraño,/Ni bajo la protección de extrañas alas,/ Estaba entonces con mi pueblo/Allí donde mi pueblo, por desgracia, estaba." (1961, pone al pie de los versos de iniciación; años después del dolor).
Ha debido ocurrir que alguien le pregunta dónde estaba, dónde ocurrió todo. O ella se ha figurado que se lo preguntaban. Puede hacerlo, porque pensamos, estamos acostumbrados a ello, que ningún mal (que no sea de la naturaleza o enviado por Dios) debe venirnos normalmente de nuestros ciudadanos. Sin embargo no nos sorprende demasiado la respuesta a la pregunta que no se encuentra explícitamente formulada en el inicio del poema: estamos realmente acostumbrados a no poder acostumbrarnos, a que la crueldad salte entre nosotros, a que sea propagada como la peste por las altas esferas. Los políticos serán necesarios, pero ni los poetas ni nadie harán bien en confiar demasiado en ellos. Lo que sucede, dice Ajmatova (lo escribe, pero porque lo dice: lo vemos), lo que sucede ha ocurrido en su país, entre su pueblo, sobre el que se ha posado una desgracia. Allí estaba ella, de testigo. Todos los son, incluso los muertos, pero hace falta que alguien se decida efectivamente a ejercer de testigo, y que no lo maten. Con fecha de 1 de abril de 1957, en Leningrado, Ajmatova firma su decisión, y provoca que yo esté ahora escribiendo (yo, el pequeño, que hasta anteayer no había conocido estas pocas palabras necesarias e inmortales). En una cola de la prisión alguien la reconoce. Ajmatova ya no era una mujer joven. Estaba cerca de los cincuenta, pero como su rostro debía ser impresionante alguien tenía que fijarse en él (no será ésta seguramente la razón, no importa), en la cola que los canallas habían creado: porque su utopía se había traducido en prisiones, pero no había podido con el amor, con el interés de los seres humanos por sus prójimos. El miedo no puede con el amor, si el amor es firme. Alguien, entonces, detrás de Ajmatova, le pregunta a ésta si puede escribir aquello, si puede describirlo. Alguien que no conoce a Ajmatova, y que no sabe que los escritores, fabuladores de posibilidades al infinito, pueden describir cualquier cosa que se les antoje. ¿Lo sabía Ajmatova, sin embargo, a pesar de su oficio? Una entre el pueblo, dentro de la cola miserable, al azar reconocida y preguntada, puede distinguirse de él, de su silencio, diciendo lo que ve. Quizás le faltaba la voluntad. O no. En todo caso, es cuando Ajmatova contesta con un breve y rotundo "Puedo" cuando quizás su voluntad se pone en marcha. Soy muy torpe... Perdonadme. Pero no sé cómo decir lo que pienso de lo que anota Ajmatova: porque cuando ella dice que sí, que puede, ve que una sonrisa apunta en el rostro de la desconocida. No ha de ser porque confíe en que su amigo, su familiar, su hijo, vayan a salir con vida del encierro. Puede que en esto no confíe demasiado, sino en algo más inhumano e inmortal, un asunto sobre el cual no podemos decidir todavía del todo y que, ajeno y encima de nosotros, nuestras pasiones y odios, nos salva: la verdad. El escritor puede escribir la verdad, para que la lleve el viento de un lado a otro. Para que los lectores la cuenten o la comenten. Es tan fácil, apenas un comentario escolar. Un libro tan barato. No ha de costarme nada...
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