Qué suerte poder dar nombre a las cosas, llamarlas y que acudan, sonrientes.
Las tenemos en la memoria, ya, antes de nombrarlas. Cuando faltan los términos adecuados conocemos, de una forma realmente privilegiada, la situación que define lo que es referencia: las cosas están ahí, aunque no acuden; igual que personas conocidas de las que hemos olvidado el nombre, a las que no queremos encontrar para evitar no saber qué decir, ni a quién decirlo. A mí me sucede encontrarlas.
Subjetivamente se alcanza el convencimiento acerca de la función de las palabras; y verdaderamente no sé que otra cosa podría ser estar convencido si no es estarlo personalmente, en carne y hueso, por así decirlo. Así que la referencia está ahí, enfrentada, como un objeto, pidiendo que la designemos, que escojamos un modesto símbolo para su existencia. La necesidad que tienen las cosas de que las digamos es la que nosotros tenemos de poder decirlas para comunicarnos, unos con otros: la acción de traducir, tan reflexiva, civilizada, elitista, es lo mismo que el deber del que viaja a un país extranjero para quedarse a vivir allí, una obligación cartesianamente nada provisional. En efecto, al llegar a la vida todos somos extranjeros, y somos inmediatamente rodeados por la obligación de nombrar, aunque es un mandato social al que normalmente nos sometemos gustosos.
La satisfacción de una necesidad, la relación de signos y objetos que instituimos y nombramos -también- como referencia, podrá completarse luego con todo lo que sabemos o suponemos acerca de la cosa, sean discursos nacidos del rigor o de la superchería. Esto último, en el caso de la política, que podría ser el origen del lenguaje, sería una situación muy grave, porque habríamos dejado la facultad y efectos de la designación sin los objetos adecuados, quebrando las intenciones, la letra y finalmente el espíritu.
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(A propósito)
“Intelijencia, dame / el nombre esacto de las cosas! / Que mi palabra sea / la cosa misma, / creada por mi alma nuevamente.” (De Eternidades, Juan Ramón Jiménez)
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La inteligencia poética contiene enseñanza y recuerdo, dentro de ser palabra comunicada que incide en el tiempo de los hombres. (Si no, ¿sería teología para los dioses, destinada -por ellos mismos- a seres solos, absolutos y alejados?) La poesía es recreación de las cosas, cuando las dice: fundición de órdenes lingüísticos, desde el yo hasta la realidad, viviendo entre hombres, como palabra que es, constitutivamente, en relación.
...Aunque el lenguaje viene movido por el amor y precisa que la misma inteligencia se nombre a sí misma. El lenguaje nace ya, íntimamente, preñado de una especie de dolor, un fruto de amargura. La misma diferencia entre la cosa y su conocimiento (y después su reconocimiento, para no olvidarla del todo), que lo ha creado, se reinstaura después en la forma de sufrimiento y reflexión.
Si la poesía llega para satisfacer el anhelo de asignar nombres, creando y recreando palabras y objetos, gozando en su juego, habrá que imaginar lo más antipoético que existe, el olvido, las formas de la muerte...
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