Fragmentada la historia, derruido el edificio para que después pueda ser derruido su recuerdo, y el de las vidas que lo ocuparon, desaparecida una regla clara de verdad, que contenía lo que era y lo que no, lo decible y lo inefable (dichtung... und warheit), ¿qué lugar le habría de quedar al responsable de una narración, intrascendente? ¿Por qué firmar lo que dice, ponerle nombre, y espacio y tiempo, al final o al principio de las palabras?
Las palabras hablan, seducen, subjetiva o impersonalmente conquistan; encantan intransitivamente, si el sujeto se enrosca sobre sí mismo y escribe que escribe--- hasta que se hace pesado con la repetición de sus gestos de afirmación incondicional y pura de sus actos, desvalorizando la pura energía del motor aristotélico con su hiperlectrónica y megalómana escritura de la escritura; atraen igualmente los mundos de objetos puros, helados, la descripción lunar del mundo, de un sol vacante, que imaginas en De Chirico, el tránsito de dentro a fuera, y a la inversa, entre órdenes de representación, de escritura y pintura, en Magritte.
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