¡Olvidos de estos yos
Que, un punto, creí eternos!
¡Qué tesoro infinito de yos vivos!
Juan Ramón Jiménez, Eternidades, 1918
***
(Inundación)
1973. Un hombre de seis años está detrás de la puerta, guardándose de la tormenta. Tiene miedo y frío, y una protección que le abandonará tiempo después, que tendrá él que dejar aunque no se decida nunca. Puede recordar la oscuridad en la calle, el deslumbrar de los relámpagos, la angustia que le producen los truenos. Él siempre detrás de la puerta, pegado al paredón de tierra, mirando afuera de vez en cuando, admirando con temor la absoluta oscuridad. No sabe dónde está el padre, protector protegido, inocente. Será para toda la vida aquél al que se debe, la deuda impagable: pues no puede y no quiere. Tiene que decir lo que él no ha dicho, pero ha manifestado de otra forma. Es imposible, mucho más de lo que puede lograr.
¿De qué otra forma? ¿De la que él conoce: antesala del lenguaje, deseo de hablar todavía no hecho palabra, urgencia de decir? Así lleva toda la vida, con invitaciones a ceremonias que luego no acaban celebrándose. ¿Por qué tendría él que desposarse con el lenguaje, con lo escrito: pues comprende el lenguaje como fundamentalmente lo escrito, /lo encuadernado/? ¿Lo escrito es lo válido? No. Pero es la huella de lo válido, la única, la voz conservada, /la verdad en botella/. Realmente no sabe si ha sido invitado.
Le sucede anticiparse de algún modo a lo que ha de decir. En momentos en que la conciencia ha puesto de su parte: concediéndole un trozo de memoria. No muchas veces, dura poco y requiere algún artificio.
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Antesalas del decir: metáforas de la insuficiencia lingüística. Una anticipación o deseo sin nombre, inefable.
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