¡Mis pies! ¡qué hondos en la tierra!
Mis alas ¡qué altas en el cielo!
-- ¡Y qué dolor
de corazón distendido!--
Juan Ramón Jiménez, Eternidades, 1918
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(Itinerarium ab infero, in deum)
Partido en el espacio, quebrados sus miembros entre un imperio y otro, entre mar y tierra, una isla.
Da el cuerpo a los pies, para indicar que es de plomo. Las alas a la mente, para sostener sus ambiciones; una querencia en la levedad que la eterniza, en el tiempo.
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La condición insular radica en el dolor, en un viaje de ida y vuelta, a la vez deseado y temido; como la verdad contenida en la lengua que dice los márgenes de los cuerpos, resistiéndose.
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Residiendo en el cuerpo máximo de la tierra, el corazón pone presencia al tiempo, dividiendo sus estados según su ánimo propio (los instantes, el momento). Hundido en la tierra, hasta el pasado pierde la vocación de su recuerdo; luego, suspendida en su frente la luz del día, alza los brazos quebrantados por el peso antiguo y quisiera volar. Al sol que invade todo lo llama su esperanza, sus alas; el cielo que lo adopta. Pero recordemos que vive sólo en el olvido momentáneo del peso, según los dictámenes de una providente diosa compasiva que suspende en ciertos tiempos las sentencias.
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