(23 de enero de 2007, noche)
Nos ocurre: asistir desde fuera a lo que se dice, se razona o vive. Verlo de paso, confuso; la luna entre las nubes; la imagen que quiero en gris de un día de frío, una verdad escasa, lo que llega después de tantas dudas.
***
(Recordando)
¿Cómo señalar la alegría en una certeza tan pobre? Ir andando, mirar arriba, caminando solo por el puente, a deshoras. Ver la luna, casi no verla, velada y casi eterna; mucho más que tú y material, siendo más que tú sin soberbia.
A ti te vuelve engreído lo que dices, bastante más que lo que piensas. Esto último no es tuyo y ya casi no te importa; en las palabras, sin embargo, concentras un brillo absurdo. Descrees de lo inmaterial, de las ideas, y te permites engañarte con fulgores falsos, materiales, las palabras, el sonido, lo escrito en silencio, el libro... la vida falsa y social en la que te tienes que recoger, al no soportar la dureza de las ideas, que serán eternas pero saben a ceniza, a muerte para ti si inmortales ellas.
No entiendes lo que escuchas, le das vueltas y sigues sin entenderlo. ¿A “qué” le das vueltas? Eres tú el que giras, tu cerebro, en ti, que funciona mal. Dependes, hasta para entenderte, del saber divulgado, de la circulación social y adquirida del saber, de los sucedáneos de la ignorancia que te debería hacer más honrado, veraz, sincero.
Cuando has aceptado renunciar a la luz, más a las luces falsas, aceptando vivir y los fallos, reconoce que ahí tienes una posibilidad de ser otro. Lo malo para ti es que ves la posibilidad, que no llegas a amarrarla. Aceptas soltarte -no ves otro remedio- y seguir en lo falso. Llámalo enfermedad, o carácter. Por un momento sirve de razón, aunque sabes también que los argumentos no son lo tuyo: nunca has podido coger las cosas con sus argumentos. Y luego está tu tendencia -no heredada- a enmudecer, a la hora de la verdad, aunque te satisfaga pensar que con eso eres libre.
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