Voy buscando el lugar, y por una vez, cuando lo encuentro, en las afueras de una ciudad que no existe y que se confunde con el campo, no me falla la memoria, aunque vaya tan lenta como siempre, de manera que son los Cuadernos de Valéry lo que pido, y todo lo que haya de Rilke y del autor desconocido. En los sueños no hay por qué sorprenderse de los cambios absurdos naturales, y tampoco yo me sorprendo de que el lugar haya casi desaparecido de repente, limitado a un pequeño templete de hormigón (plegado sobre sí, igual que un hojaldre imposible) al que se accede por una minúscula puerta lateral. El espacio interior es anormalmente desproporcionado allí, comparado con la pequeñez vista desde fuera. (El tiempo también se dilata.) La encargada se enfada un poco conmigo, y comprendo yo que los negocios humanos, todas aquellas empresas en sentido genérico en las que se gasta la vida para hacer de darle significado, se van a pique por minucias de celos. Así que me deja solo. No me cobran en la tienda penumbrosa, y no tengo mi Valéry sino otro ejemplar, aunque también prestigioso.
(No le pidamos orden a lo carente de él, me digo ahora.)
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