Se juzga la conducta propia pasada con las lentes de la inocencia (la buena intención). Con la buena intención se pudo cometer el crimen, o pensar seriamente (para eso era uno falangista, y después falangista liberal) que se podía ser honrado y anti-liberal y anti-individualista. Honrado, claro. Porque me lo digo yo y a ti te lo impongo.
Con la historia de la buena intención, la transformación favorable y favorecedora de los ideólogos del Estado Español (pues no se ha dudar de su conversión en fieles demócratas; aquí no hay ironía) otorga una luz retroactiva al crimen cometido, o a la estupidez chulesca exhibida.
¿Buena intención? Nada de kantiano. Porque esta buena intención se orientaba no por universalidades sino por materias muy concretas del deseo histórico: el Estado, antiliberal. La felicidad total. Pero el kantismo es el asunto de las conciencias desgarradas. Hipercríticas, angustiadas. Pudorosas. Culpables.
(Todo esto a cuenta del final de Historias de las dos Españas, de S. Juliá.)
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