Hacíamos el viaje, que sentíamos que era muy agradable, desde una de las provincias occidentales. Conducía yo a través de una carretera de sierra, estrecha y con infinidad de curvas. A lo lejos se veía el pico, distinto del resto de la montaña porque estaba completamente nevado, como señalando su jerarquía. Al tomar la última curva me di cuenta de que la carretera se había transformado en un camino de tierra o de barro, y que la caída -al lado del camino había un barranco- era tremenda, mortal. Como a cien metros, tras pronunciada cuesta, estaba el pico, rodeado de otros sólo un peco menos altos. Junto al camino escarpado que debía conducir a él (esto lo pienso ahora), un hombre bastante mayor estaba delante de una fachada con una especie de relieves rústicos en forma de lápidas. Comprendimos o sabíamos que eran las viviendas de unos eremitas que tenían que prolongarse hacia el interior de la montaña, pues la puerta-lápida apenas permitía el paso de una persona de regular constitución. También supimos que cada una de aquellas puertas era utilizada por varias personas, y que el ocupante inmediato, el de la primera estancia de cada cueva (por así decirlo) debía ser cortés con los restantes residentes de la propiedad compartida y permitirles el paso a través de su habitación, e incluso aguardar despierto a que llegaran. Algún raro sentido religioso debía tener el lugar, porque nuestro hombre informante y guardián nos habló de la dedicación absoluta de los cavernícolas, que tenían su casa siempre dispuesta para los visitantes, aunque no se les esperara. No caí en preguntarme si nos esperaban también, de alguna forma, a nosotros. Volví, recuerdo esto, un momento al coche, que había dejado parado en un anchurón (milagroso, como en los sueños) al lado de la carretera. Entonces me quise fijar en el abismo del que nos habíamos librado al tomar la última curva, sin que me pareciera raro (ahora, cuando miraba atentamente) que, justo al lado del camino, un somier de muelles estuviera preparado para que alguien se echara en él. Sólo me fijé en que entre la cabecera del somier (que deduzco que debía estar al aire libre, si prolongaba de forma natural el camino de montaña, como me parecía) había un pequeño espacio por el que se podía mirar hacia el fondo... donde había hecha otra cama. Con cierto sentido de la lógica (que también preside los sueños, aunque de una manera más libre) hube de pensar en que habría sido mala suerte caer fuera de la cama (con el coche), pues el suelo quedaba mucho más abajo y mucho más duro que el mullido colchón salvador del fondo, aunque la cama no tenía nada de especial ni estaba levantada a mucha distancia sobre el suelo de tierra. (Sólo que la lógica incorrecta del durmiente era capaz de valorar en su justa medida algunos aspectos de la realidad que pasan desapercibidos al despierto.)
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Ahora, para la correcta comprensión de estos asuntos de la noche, uno debería cuestionarse qué significa el ascenso a través de una senda sinuosa, llena de peligros, a través de la montaña, qué es lo que significa el pico nevado, que en un instante se transforma (a mí me ocurrió) en un verdísimo prado, y qué tiene que entender el que sueña del sentido de un abismo para el que encuentra una doble protección, que no puede ser otra cosa que el soñar mismo (pues la protección consiste en una doble línea de camas). Si es que no quiere indicar lo mismo, sin que vayamos a querer determinar Quién es el responsable de las indicaciones, la fachada de los eremitas, que sabemos que están (pues no se duda de las palabras del guardián) pero que no se presentan a nuestra vista de viajeros en ningún momento (son también durmientes o muertos, pienso en este momento). O, si lo hacen, ya lo he olvidado---
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