Absorbente, hipnótico, inquietante texto acerca de la búsqueda de la identidad personal y colectiva. Al lector le debe quedar claro que este es un asunto bastante más complejo que la decisión de querer confesar la vida. Es decir, algo diferente de la expresión ordenada y significativa de la vida compendiada y comprendida en sus acontecimientos fundantes. El que habla -en el texto- no tiene por qué ser el mismo que escribe -Sebald, el autor del libro: es decir, la narración se alimenta de la conversación, pero sin poder(se) determinar unívocamente la identidad textual y vital del narrador. Se pretende expresar con esto la duda continuada que se le presenta al lector: acerca de la posibilidad de que el narrador se esté inventando la existencia de ese Jacques Austerlitz que da título a la novela, para poder contar por persona interpuesta, y así librarse de responsabilidades, su propia biografía. Que se trate de una novela (si es que se trata de una novela), de un artefacto literario de ficción delante del cual uno debe suspender la incredulidad y dejarse llevar, no impide poder pensar que la vida de verdad contiene estas mismas trampas, parecidos engaños y argucias (¿por qué no pensar que los sueños de la noche reproducen, liberados de la tensión de la ortodoxia, los hechos del día?).
La identidad no es un orden inteligible de acontecimientos (una biografía plenamente realizada), porque -lo hemos apuntado- se fía al azar de las conversaciones, de unos diálogos que dependen de los encuentros inesperados. Como el inicial en la estación de Amberes. Así el discurso va fluyendo, pero de una forma no lineal, enrevesándose en los meandros de la memoria, personal y europea. Y si la historia construida al hilo del tiempo va tejiendo un orden de esperanza, de dicha finalmente realizada, la historia de Jacques Austerlitz se liga mucho más a los espacios (estaciones, sí; pero también casas, bibliotecas, cementerios, fuertes que fueron lagers) por los que se dispersa caótico el recuerdo. Que no acaba en glorioso resurrexit, sino en la infamia política que preside la historia europea del siglo XX. Tampoco deberá extrañar la presencia continua de las imágenes fotográficas en el libro de Sebald (lo que es marca de la casa), por esa misma razón del funcionamiento disgregado(r) de la memoria. Ni, por supuesto, que si hay una metáfora de la imposible búsqueda de la verdad humana (autobiográfica o autoficcional), no sea la de la morada interior (en la que reside la subjetividad o la divina verdad), sino la del viaje: extrañamiento en el espacio
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