Estaba entre los otros discípulos amados, casi en la hora de cierre de los colegios, y leyó estas palabras del Maestro:
"La definición de un currículo por competencias sin mención explícita alguna de los contenidos específicos relacionados con su adquisición puede resultar engañosa desde el punto de vista de la amplitud y el volumen de la carga curricular que comporta" (César Coll, psicólogo, en Escuela, nº 3758, 27 de septiembre de 2007, p. 3).
Guardó las palabras en su corazón, diciéndose a sí mismo, con toda la sinceridad de que aún era capaz su alma encallecida, que haría todo lo posible por entenderlas: el qué, el cómo y el por qué de ese fragmento del discurso sabio. ¿Qué quería decirle, a él, que casualmente leía; y a los otros, que casualmente le escuchaban? Probando a servirse de los signos de puntuación, a que la verba oracular del sabio no podía descender sin menoscabo de su gloria, le salió esto, que no son versos:
"La definición de un currículo por competencias/
sin mención explícita alguna de los contenidos específicos relacionados con su adquisición/
puede resultar engañosa/
desde el punto de vista de la amplitud y el volumen de la carga curricular que comporta."
Sobra decir que otras particiones del discurso son posibles y aun necesarias para su recta comprensión, que en realidad puede que ésta sea infinita e imposible. A él nublabásele la vista (no, NO podía querer decir AQUELLO), desmayábasele la voluntad (y las esdrújulas dudosas) cuando un pensamiento traicionero le pasaba por delante de los ojos con intenciones seductoras inminentes. No podía ser que el sabio quisiera señalar a sus discípulos tan bien amados (si es que la condición de funcionario permite tales cosas) que "el que mucho abarca poco aprieta", horrísona vulgaridad que no se remedia con esa adaptación filosófica a martillazos que relaciona en proporción inversa la intensión y la extensión de un concepto, la máxima generalidad del Ser con la mínima cantidad de predicados atribuibles (hasta confundirse con la Nada inefable, con una noche unánime de gatos pardos).
Otras posibilidades parecían más adecuadas a Él y más gratas al lector: que quisiera señalar la operatividad de una definición (nada menos que la de "currículo") fijando reglas de contenido y procedimiento que sirvieran para acotar el terreno, teniendo en cuenta el exceso de celo posible de los discípulos: de tal manera que éstos -mansos corderillos inflamados de vocación pedagógica- pretendieran el infinito teórico y práctico (Hegel con unas gotas de Marx; todo el saber y toda la acción) para la adquisición felicitante de la "competencia social", por ejemplo. Pues (¿se podrá creer?) aun esto le inquietaba, porque si hubiera que poner límites al entusiasmo docente, eso querría decir que las cosas no habían quedado claras (en la disposición manifiesta de la ley, de la LOE) de una vez, y que al sabio se le antojaba que la magnificencia del discurso de promisión habríase de arrojar al fango, o al viento y al olvido, con que a alguien (y son muchos los maliciosos) se le pasara por la cabeza que nadie puede tomarse en serio, y mucho menos el legislador omnipotente, el exceso de ambición de la letra de la ley; y que por causa de esa apreciación Él, el sabio, pensaba providentemente (y en esto había cinismo) que el ridículo había de caer sobre la misma ley, y con ello el cinismo de los súbditos, posibilidad ésta que al sabio le parecía, con razón, aborrecible. Es decir, la idea de que para todos, administradores y administrados, la jerga "competencial" no tenía ni más valor que el que se ha ido dando en el país a los sucesivos decretos de los gobiernos, de lo que sabemos inequívocamente por el respeto que se les ha tenido: ninguno.
Claro está que ni el más malvado intérprete del texto de César Coll puede llegar a imaginarse que lo que se está diciendo es que a alguien se le ha ocurrido mudar de palabras como de camisa y que ahora no sabe lo que hacer con ellas, y que hay que hacer algo, y así sucesivamente. Para que el personal esté ocupado.
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