Al anochecer, en el crepúsculo del vestíbulo, vuelve a escribir a Felice. Ya no se menciona que quería ir a dar una vuelta por la ciudad. En lugar de eso, bajo el membrete del hotel que ostenta unos hermosos veleros, sólo hay anotaciones sobre su desesperación presurosamente engarzadas. Que estaba solo y que exceptuando el personal no hablaba con nadie, que la pena en él casi se desborda y que todo lo que podía decir con seguridad es que se encontraba en el estado que le correspondía, el cual le había sido imputado por una justicia supraterrenal que no podía transgredir y habría de seguir soportando hasta el fin de sus días. (Vértigo, Anagrama, p. 132)
Hay un profetismo kafkiano, relativo a la ley o el dios ausente, tanto da, que necesita de mensajeros intermediarios. A través de ellos, Sebald p. ej., lo que sostenía el escritor checo alcanza a a cualquiera que pretenda ser honrado consigo mismo. Entre el gran concepto y la experiencia, el mensajero (un contemporáneo) establece las reglas de correspondencia. Éstas, puestas en horizontal, trazan la red de nuestra absurda esclavitud. Pero Él no nos había prometido ningún edén.
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