12 de agosto de 2007

Mojácar, II

Se ven algunas de las formas de vanidad más ostentosas: casas, automóviles.

Yo -partícula despreciable que, porque llegó una vez al fondo del alma (aunque ya no podemos recordar cuándo ocurrió), ahora no quiere despegarse de la piel-, yo soy pobre de modesto pasar: algo que, para decirlo, requiere que uno haya perdido la vergüenza, o la esperanza.

A causa de mi pobreza relativa, de final de mes y aun antes, sólo se me permite ver el mar los fines de semana. La envidia que siempre arraiga en el corazón del pobre, descubriendo al final la maldad de sus acciones (el fundamento de su mísera existencia), sí, debe ser la envidia la que me hace fijarme en las fincas abandonadas, abriendo su decadencia al mar, que es el mundo en posibilidad.

***

Luego está el interesante regreso (pero no es éste el adjetivo que tenía pensado) al hogar: sesenta y pocos kilómetros que consigo hacer en tres horas clavadas (y yo no sabía que estas cosas podían existir y que el progreso humano puede ser tan agradable). Entonces, porque hay tiempo de sobra, uno puede pensar: en la propia condición, en que ser es estar (status, posición), en el enorme teatro de ilusiones que es todo el asunto del tiempo que el dios nos ha concedido o donado, en los pocos recursos que el abajofirmante tiene para afrontar los problemas, en la razón y en la locura, en la autopista cortazariana que va al sur y deja que los automovilistas se queden a vivir allí, en la ingenua bondad y sabiduría que podía exhibir el mismo Cortázar, en Vila-Matas, siempre en fuga (como Walser y Bove), en la película de Luigi Comencini (El gran atasco, creo) que adapta (¿lo adapta?) el relato del escritor argentino anteriormente nombrado---

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