(Una idea prestada de L.J.S.)
Imagine que viniéramos al mundo entre las páginas de un libro tal. Una preclara inteligencia, el trato frecuente con sus signos maravillosos, y el aburrimiento (pues no podríamos ni deberíamos creer, sin orgullo, que el Hacedor que nos ha dado un Diccionario para vivir y crecer, hubiera decidido regalarnos la estancia con otros diversos lujos y entretenimientos), esa serie -digo- de afortunadas circunstancias habría conseguido que también nosotros habláramos, aunque sin salirnos ni un punto de los límites de lo escrito de una vez para siempre entre paredes de papel. Habitantes de una estructura tan sólida como el acero, tendríamos que conocer (a la manera de una nostalgia de la que no se encuentran los fundamentos) la libertad mirando tras lo sólidos cristales de nuestra cárcel innata.
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