(20 de julio de 2007)
Del miedo que los seres tienen a los accidentes se evaden inventando la sustancia -sostenía aquel individuo que era dado a confundir el tráfico con la metafísica.
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(Tres vistosas estrellitas)
Al girarme, en la estrechura de la tienda, movido por el olor violentamente dulce, no puedo evitar irritarme un poco con esa mujer -vista por sorpresa- bajita y regordeta, no demasiado agraciada. Un momento después, un intervalo que mido por los pocos pasos que he dado entre los estantes, la miro y escucho su voz, igualmente dulce cuando habla por teléfono y le dice a quien está al otro lado que se encuentra un poco decaída. No es que yo fuera a acabar pensando otra cosa de mi culpa mínima aunque ruin, si su voz no fuese suave. Sólo que por una concordia secreta de las cosas, la voz y lo que dice, igual que si estuviera pidiendo perdón al administrador del tiempo, el pañuelo que le envuelve la cabeza entera (como para retirar los ojos ajenos, que ella no piensa que sólo pueden ser indignos de su dolor), embellecen el tiempo del lugar, dejando en nada que ni siquiera se percibe, una arruga innecesaria de la luz, el suelo sucio de las aceras.
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