16 de octubre de 2008

La sociología de la educación...

... como último reducto del estalinismo.

Una vez que no se pueden alejar al frío o encarcelar los cuerpos y las almas (prisiones y psiquiátricos), quedan los reductos académicos para envenenar los discursos y distribuirlos, que alguien se encantará.

Sucede que la sociología de la educación, que babea de complejidad, del abuso de la palabra "complejidad" y "novedades" y ..., admite, siguiendo en esto al maestro georgiano y amiguetes, la libertad. Pero como cimiento de la culpa del que no se pliega. Es decir, del que no dice amén al sistema. Entonces, paradójicamente, la única libertad del administrado consiste en su culpa... al señalar al sistema como culpable.

Así es si uno quiere jugar a ese juego. Pero yo no, yo soy tan inocente como cuando estábamos en el paraíso y no sabíamos de malicias ni de árboles que las dan y serpientes que nos encantan.

...

Cuando se lee lo que sostiene el experto, y normalmente sólo son columnas porque dosis mayores de sus escritura elevan peligrosamente la presión arterial, el mal humor generado, pariente lejano del suyo (el del autor del vitriolo escrito; con el cual nada queremos tener en común), tendría que hacernos sospechar, pensando que algo huele mal en todo el asunto.

El experto como sociólogo (de la educación), y a la inversa, es un demagogo, esto resulta evidente (así queremos pensarlo). Un atizador de pasiones, que con sus palabras quiere levantar otras palabras. Incendiar conciencias y hacer aflorar culpas. Pero yo soy inocente como en los primeros días del Edén. Posiblemente no ante Dios, pero sí delante de la ley de los hombres.

¿De qué tipo es su saber (concediéndole desde nuestra gracia esta asombrosa duda que le beneficia)? No es teoría porque no pretende describir, tampoco técnica porque no ha de modificar hechos: al contrario, los hechos duros y desnudos han de probar tercamente su mendacidad constante, la inopia de su discurso. Aquí tenemos que subirnos a la palestra del candidato electoral e imaginar que el candidato, digo el sociólogo, algo quiere: un sí de nuestras conciencias, una modificación de nuestras creencias... Y yo sigo siendo inocente ante la ley.

Este tipo de discurso bien trabado (es tan fácil, una vez que se ha despreciado la prudente verdad) mana con abundancia de los púlpitos y de las sedes sacrosantas del saber secular. Como si no supiéramos como se las gastan estos bribonzuelos!

Redonda va surgiendo la palabra de su boca, rebosando su aceite malsano en la tinta inexistente de la pantalla o en la de la prensa periódica. El orden y coherencia de sus ideas no necesita más que de una primera muerte o chivo de anchas espaldas. Un sistema tan perfecto de explicación, que pretende la adhesión de las conciencias, necesita de una última barrera de protección: señalar al disidente del sistema como criminal (de pensamiento, de momento). Escribiendo, oh supremo sarcasmo e impudor, que es él el que se defiende... acusando al sistema. Esta es su responsabilidad, según el experto demagogo. Con lo cual su culpa (es decir, la del individuo que se defiende) ya está dictaminada.

Pero no hay tal culpa, sino el movimiento reflejo del gato que, si acaso, es ignorante del lugar de donde le vienen los palos y procede de manera similar a su verdugo, señalando a su turno hacia un culpable: que no sabe nombrar e hipostasía, el Sistema. El discurso hiede totalitario: la malvada boca que ametralló con sus palabras ha logrado, sin excesivo coste, su primer triunfo sobre la conciencia. Qué fácil será que uno de los chivos, en lugar de proclamar su inocencia a priori (recordando el hábeas corpus), se convierta en delator.

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