Porque sí. Porque primero fueron Cortázar y Kafka, o Borges (pero no tanto), y luego Robert Walser y Walter Benjamin, y más tarde I. Kant, mi pequeño koenigsbergués. Platón siempre, y luego Nietzsche. Poco o pocos más. Bernhard y la paradójica felicidad de las ruinas y los deprimidos. Pavese ahora.
Arendt porque sí. Porque estuvieron los textos (fragmentos de Eichman en Jerusalén y de La vida del espíritu y no recuerdo si más) de la clase de Filosofía política, no siempre inteligibles y el profesor no siempre amable, como corresponde a un sábado oscuro. Arendt: Los orígenes del totalitarismo, la constatación de que adviene una política en que todo es posible, la utopía de un amoral (y que luego supimos de ella en Adorno/Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración; Sade y Kant, curioso). Que todo sea posible era algo nuevo, y pese todo se traza la genealogía: en el antisemitismo tradicional y en el imperialismo (Kurtz, Conrad, Ford Coppola, Apocalypse, Vietnam y ahora y siempre). Primo Levi, Antelme, el llanto. Kolyma. Pavese, la felicidad de leer a Josef Brodsky. La infelicidad de leer a Ajmátova.
Arendt: la sobriedad de un primoroso ensayo (válgame el conato de oxímoron; pero se trata de un primor de lo que es clásico y claro, y por ello verdad) sobre la función de la educación humanista en las sociedades liberales.
¿Nos acordamos? Ninguna libertad, que consiste en que NO todo es posible, si no es en (a través de) las democracias que cargan de normas y de reglas, porque en ellas se ha conservado la moral que no se escribe. Para que finalmente los ciudadanos no se dejen llevar por la pendiente confortable de la ya tópica banalidad del mal, de la conciencia moral vacante. Esto, o la moneda que quiere circular: nihilismo relativista en un lado, religión y política en el otro. No importa cuál es la cara y cuál la cruz.
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