27 de mayo de 2020

Ponderaba el buen Agustín de Purchena a sus paisanos de farra y de curro su pizca de incomprensión porque el animal emblemático del amor al saber fuera el vespertino y solitudinario mochuelo. Atribuía ese sesgo zoológico a influjos irresistibles de la herencia helénica y el prejuicio irreflexivo. ¡Cuánto más adecuado el común morrongo, mucho más nocturno y salvaje, y avieso si cabe! En el salto silencioso (el vuelo del concepto) hacia el ratón (la empiria mostrenca), en el periplo solapado por tejados y callejones oscuros (el abuso dialéctico y la sofistería, respective), en las falaces arterías y cucamonas con que seduce al ingenuo dómine (es decir, el pensador arrastrándose en el rol de consejero áulico), encuentra Agustín imagen mucho más ajustada y correspondiente a la verdadera entidad de la praxis logística. Puestos a querer asentar los derechos en afamados ancestros, mucho más adecuado el mundo egipcio y su divinización del mediodoméstico felino, como si en el león de los roedores se mostrara en figuración la unión de lo divino y lo humano, o también la trampa histórica del lenguaje que se olvida del ser, sin que este último esté por entero de acuerdo con su preterición. No debemos tomar en serio al purchenero, que acaso igual ni lo pretendiera, pero el caso es que yo he aprendido a mirar de otra forma cuando los veo en sus asambleas y discusiones al lado de los contenedores.

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