Medita Arquimedes Heresiarca, las largas noches de vigilia sofocante en una estancia de lo que él quiere dividir entre monasterio y castillo -pensando también en la incompatibilidad del aire que su alma exhala con el volumen del habitáculo-, en la correspondencia misteriosa de las sucesiones de números, y en si el ajuste milagroso de números y figuras dirá algo del mundo y de la soledad. No tiene papel a mano, para dibujar los signos de la imperceptible verdad. No le hace falta. A la luz de la luna, cierra los ojos y asiste al baile mudo que bulle en su cabeza.
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