Juan Lobo Escoto, agricultor rubicundo y algo cejijunto, cazador de escopeta y fumador de estraperlo en los crudelísimos años que vinieron tras la guerra, fue un filósofo de la acción a su modo. A las incitaciones nocturnales de su esposa por asistir a las sociedades vecinales de ronda, brisca y cinquillo que ocupaban el ocio semanal de familias sin televisión, encontró una respuesta ingeniosa y austera, concorde con su circunspección castellana. En silencio, salía del brazo con la mujer, volvían la esquina de la casa y apenas un centenar de metros más adelante, los que separan las porterías del foot-ball, de incipiente furor en los gentíos, cuando la luces de las casas y conventículos del inocente divertimento vecinal ni se sospechaban en esas noches de clara luna, agradable vientecillo y ausencia de electricidad, con un lacónico "Bueno, ya hemos salido", el estoico escopetero y honrado labrador, de hogareñas querencias aparte de sus expediciones matinales (quizás furtivas) tras las perdices y otros seres más rápidos que cruzan la tierra, y que alegraban la morigerada cazuela, reemprendía la vuelta.
(No conservo imágenes del personaje, que quizás pueblen alacenas y álbumes semiolvidados en casas ajenas, ni tengo muchas esperanzas de acceder a ellas. Así que debo conformarme con el recuerdo fugitivo o medio imaginado, puede que incoherente o exagerado, a instancias de lo que otros me contaron, hace ya mucho tiempo, de lo que pudieron ser las mañanas frescas, el estampido y el olor de la pólvora mientras los perros se disparaban tras la presa, o las noches veraniegas de hace más de setenta años. En este tiempo de ahora, que tampoco es alegre, se teme que los humildes hechos ajenos, sustancia oculta de nuestras costumbres, se deshagan como las nubes de humo de los cigarros de Juan.)
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