26 de mayo de 2020

Diógenes Cornejo, jugador sin suerte, a quien su figura física, enjuta y desagraciada, a más de la peculiar contextura de su psique algo sibilina y especiosa, hizo que desde joven sus congéneres escolares le dieran el sobrenombre de el Culebro, ambicionó, todavía en el terruño, las glorias del triunfo dialéctico. No ambicionaba la lejana verdad, hecha de un éter mortífero para los humanos, de tan pura y frígida como se ofrecía. No, sino que el modesto sacar el cuello por cima del común, y ello merced a las solas dotes de la vis lógico-lingüística. Dijérase que era el destacar en la aldea del que se compra el tractor frente a los prisioneros de la yunta. Solo que en vez de enfrascarse en las huestes de la jurisprudencia imaginó falsamente un camino más rápido en la discusión del venerable asunto de los predicamentos universales. Pero en verdad no abrigaba la humanidad deseos de tan anacrónico bizantinismo cuando ya el siglo XX despotricaba de sus muchos años y la gerontocracia dominaba exánime en el cónclave moscovita. Ni falta que le hacía a sus desgastados paisanos su fatuidad, estupefactos como se hallaban por la implantación universal de la luz y el agua corriente. Bueno, y también los comicios que a intervalos regulares decidían acerca de la querencia de las ranas por adorar nueva serpiente. C. 1980. 

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