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3 de septiembre de 2010
Pp. 41-42
En la clase, cuyo plano tuvimos que dibujar a escala en nuestros cuadernos, había 26 pupitres dispuestos en tres filas, fijados con tornillos a la tarima impregnada de aceite. Desde la mesa elevada del maestro, detrás de la cual colgaba en la pared el crucifijo con la palma, se podía mirar sobre las cabezas de los alumnos, pero si no me equivoco Paul no ocupó jamás aquel elevado sitial. Cuando no estaba delante de la pizarra o del ajado mapamundi de hule, se paseaba entre los pupitres o permanecía apoyado, con los brazos cruzados, contra el cajón de utensilios al lado de la estufa de cerámica verde. Pero su sitio favorito se encontraba junto a una de las ventanas del lado sur, instaladas en profundos huecos abiertos en el muro, a través de las cuales se veían, entre el ramaje del viejo manzanar de la destilería Frey, las pajareras sujetas a largas vergas de madera que se alzaban al cielo recortado en la lejanía por la cresta de los Alpes de Lechtal, etc. (Sebald, Los emigrados, Anagrama, 2006, pp. 41-42)
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