Creeriáis que hablo de un ser que se alimenta de migajas de piedad, y os equivocáis. No, porque un hombre es lo que es, lo que efectúa, sus errores. Un ser que ve la muerte, y ésta es suya si le toca, y de nadie más. No juega al ajedrez con las damas. Tampoco tiene que entonar himnos a lo creación, tiene que limitarse a dejar sus pasos en la arena, expuestos al sol y las lluvias que en ocasiones desmienten el desierto.
Un hombre es dueño de su dolor, de su enfermedad y de su muerte: la trinidad de su pasión. Él no es la piedad que tiene que anularle, y más si le da por sentirla por sí mismo. Una brisa es un hombre, y un temblor ligero, un paisaje de montaña, una nariz de águila, estas olas tan azules. Los bares abandonados de los lunes también; una carretera de montaña que le parece destinada; este hombre en silla de ruedas, artesano de lo mínimo que rebusca en los cabellos muertos. Pero nunca se debe decir no, ni siquiera en la forma admitida del lamento.
Un hombre, al que casi no me atrevo a llamarle yo. Tan extraño, poco sólito, me parece este ser aciago.
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