30 de septiembre de 2010

La estación de los besos

Había demasiado ruido y ahora no puedo recordar bien, ahora que marcho por un campo arrasado, lo que dice Jorge Guillén en sus cartas a G. No llego a hacerme una idea de sus encuentros furtivos en las pequeñas ciudades de playa francesa, ni del ansia carnívora de unos labios. De toda esta materia cruda del poema yo no sé recordar nada. Había demasiado ruido.

Y además yo tenía prisa. Los alumnos arman demasiado ruido y yo tengo que atenderlos. Yo soy mayor, soy su profesor y una persona responsable y con unas funciones. Cómo iba yo a ocuparme de Jorge Guillén y de su visto bueno (Vº Bº) a la voluptuosidad y al placer, en esa misma carta que le envía a G., anunciándole que llega y que no puede aguantar la espera. Tres días, tres días que le hacen vivir, y quizás él no sabe que le matan. Los seres no viven ni mueren ni del amor ni del desamor, sino del paso infernal de los relojes, de ese sobresalto de agujas a la espera. Un golpe que sigue a otro, uno dos, uno dos, y así siempre mientras dura la conciencia. De repente, el abandono. Otra estación o el fin. El tren que parte y que no avisa. Unos labios homicidas, creo leer en Jorge Guillén, el autor de Cántico y el enamorado, y se me ocurre que nadie lo sospecharía en ese ser gris. Que lo destrozaría una pasión turbia, quiero decir. En la ciudad pequeña, en la playa francesa: el deseo, unas manos y una boca, y la destrucción de la carne que parece aplazada sine die, según las fórmulas de los oficios (Vº Bº). Podrías haber caído hace unos años, de ictus o de soledad. En vez de eso, muerdes los labios y suspendes la falta de misericordia de los relojes.

...

No hay comentarios: