El conocimiento se muere de celos: entrega a la infelicidad al amante, cada vez más encerrado en su anhelo imposible de plenitud---
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El ser humano se muere de pobreza y de frío, allí donde casualmente habite. Basta con que encienda su conciencia en su isla. Que se dé cuenta de la isla, que él es, finalmente.
El ser humano se muere de frío y de estar solo, en la ciudad grande y en su habitación pequeña en la casa de vecinos, entre paredes blancas. El cubo de aire, paga por él, no es su casa. Su casa está en otra parte, en aquella isla o la otra, o la de más allá. De manera que su lenguaje se le ofrece como un eco, una resonancia sin significados que se va apagando. No hay comunicación entre islas. Cuando mira hacia allí, el otro se ha dado la vuelta. Querría, como mínimo, que le hubiera dirigido la mirada, cuando él no lo advertía, y que se hubiera dignado a sentir asco, como mínimo. Los esclavos no tiene que ser demasiado exigentes en sus demandas. Tampoco los enamorados, que tendrán que pensar que aun el recuerdo es ceniza esparcida en un río desconocido.
...
Se hartan, de frío y de aburrimiento, los desdichados, como arrojados (...) desde una palabra hasta la nada. Quizás fue que no comprendieron que la palabra iba descargada de valor, que no aprendieron a tiempo a ser intérpretes de la vida social.
Las calles son otra cosa: de tan constantes se manifiestan idénticas en su ser sí mismas (piedra y cal).
De su cauce estrecho o ancho viene la primera resonancia: el equívoco de un hablar otro o de un hablar perdido. (La victoria será para nadie.)
Atronado por su voz silenciosa, el que pasea tiene que acabar por confundir su intención privada con un palacio de cristal transparente en el cual viven todas las purezas, con orden de insectos (de tan limpia que es su vida en aquello que imaginan que va a ser).
Una calle, su botella con sus pasos, él, que no vuela. El lenguaje discurre entre mente y pared, entregado a su oficio de nada (vivir el tiempo, desanudar los hilos).
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