Hemos aprendido lo que ganan mutuamente el amo y el criado en su conflicto, pero no lo que ocurre cuando nada tienen que decirse y, además, no se pueden separar.
Quien no tiene ojos quiere saber lo que pasa a lo lejos, tras las ventanas. Quien no puede sentarse a descansar (el trabajador, se dirá) tiene que satisfacer este vano anhelo, este capricho de postrimerías. Tras las ventanas no hay nada, y a este lado del mundo, en la habitación, solamente las piltrafas moribundas de los recuerdos (el padre y la madre). A veces pugnan por salir del cubo de basura en el que están encerrados (¿enterrados?), demandando un poco de atención y de ser: ser para otro, ya que ellos han perdido definitivamente la condición y van a morir del todo, de un momento a otro, antes de que acabe la obra y el mundo. Tienen hambre y es sed de ser lo que tienen.
En su conatus yo veo los restos cada vez más débiles de la significación de los términos, observo -quizás me equivoque- cómo se va deshaciendo el tejido del lenguaje. Éste, hasta en sus lugares más mostrencos (diccionario, enciclopedia, manual, jergas político-pedagógicas) da forma a un texto y presenta un sentido, aunque tal sentido haya de permanecer meramente relacional, suspendido en el vacío insatisfactorio.
Será menester que quien ha ido perdiendo los fundamentos del hablar, con una sustancia vital cada vez más enteca, vaya perdiendo asimismo la fuerza sobre sí y sobre las cosas. ¡¿Qué digo las cosas?! Las cosas se han ido con el mundo finiquitado antes del comienzo de la obra. ya no hay cosas. No hay, el no ser reina de nuevo para unos testigos salvados inconvenientemente: puesto que la nada requiere un sujeto ausente.
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Como un vino recio y sombrío, a sorbos memorables, se tiene que ir dando cuenta de este extraordinario libro de P. Sloterdijk acerca de Nietzsche, El pensador en escena (Pre-textos).
La muerte social (pp. 127-128):
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