Blogger me avisa de que las leyes europeas, Dios las bendiga, me obligan a que avise a mis improbables visitantes y/o lectores de que mi blog usa cookies, pero a mí su aviso, incompetencia mía, seguro, no se me pone en la cabecera
5 de septiembre de 2010
G., II
Hacía un calor horroroso, un bochorno terrible para pasear a esas horas y para los trabajadores del Metro (¿fue ese día?). Incluso para mí, amigo de visitar las ciudades medianas y querer sus calles soleadas y desiertas, en las que no encuentra el alma del paseante ningún espejo, ningún hermano. Los heraldos negros, los ángeles del traje de sombra, aquellos que viniendo del dios oficiaban la tarea del diablo. ¿Cómo voy a querer yo eso? Yo soy un espíritu optimista... Me gusta la luz de las ciudades, ese sol abundante incomprendido de los días perezosos del estío en el sur, cada día marcando un récord en las temperaturas, el sol también es deportista. Yo no puedo querer esa oscuridad de los golpes que no se sabe cómo vienen... Vienen, sí, claro que vienen... y la vida sigue. O viene la muerte y tú no estás o no estoy yo para contarlo... Queda la letra, que quede. Anímala tú con tu espíritu hermano y solitario, si también tú desestimas los espíritus oscuros con mensajes de derrota, si también tú amas el vino y las tabernas, si tus lágrimas son de respeto por esas niñas que comen chocolatinas a la puerta de los estancos (Pessoa, qué gran suerte apellidarse persona!, y así poder aspirar a serlo). César Vallejo seguramente fue un genio grande, alguien de quien merece la pena ocuparse, pero yo no quiero su tristeza ni su dolor ni su verdad siquiera, como tampoco la de Pavese o Gironella. Prefiero a los Pessoas de cualquier parte, con su vino y sus barras en cafeterías olvidadas, en capitales atlánticas o en mínimas ciudades. Aun más prefiero a los Elytis que dicen y escriben su himno a todo, en una bendición continua de los días y los objetos, como fue la Whitman, levantándose de su soledad con sus palabras. Como también recuerdo a este Camus, pobre de niño y generoso, el que no se olvida de su madre analfabeta y las playas argelinas, el que agradece a su profesor de instituto en el lugar menos indicado, la ceremonia de entrega del Premio Nobel. Y, por encima de todo, porque habla en el único lenguaje que yo entiendo, no sé cómo voy a olvidarme de Machado, este sexagenario derrotado y decente, cruzando los Pirineos para morir, a causa de la necedad homicida de sus hermanos, y que no es capaz de dejar antes de irse una muestra de rencor sino, en un papel tan modesto como corresponde a las almas grandes, su agradecimiento al color del cielo y a su felicidad de niño, aquella en que él y el sol se pertenecerían -para siempre.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario