23 de enero de 2009

Leben und Tod

Hay una imagen del filósofo Alfredo Deaño, muerto en accidente en 1978, creo que con treinta y cuatro años nada más, una edad que yo ya he superado largamente en prácticamente una década, que siempre me llamó la atención. Está el filósofo sentado en la escalera de un portal, en postura de filósofo sentado, quiero decir de filósofo que piensa, con un cigarrillo en las manos o en la boca. En una época yo me sentaba, o bien ahora me imagino que me sentaba, como él. En esto éramos los dos iguales, aunque él ya no podía saberlo. Me imagino que no podía, si de verdad somos máquinas genéticas darwinianas que desaparecen y nada más que contar. Me gusta repetirme. Así que más de una vez me he acordado del joven filósofo desaparecido y he pensado que en su figura, que recuerdo de una fotografía que ahora no me acuerdo de dónde estaba, en qué periódico o en qué contraportada, he pensado que en el estar sentado y en el humo voluble del cigarrillo podía yo alcanzar una definición como legítima y respetable, en la medida de lo posible, de mi existir tantas veces incierto. Además, hace unos pocos años, en la cercanía de los temibles cuarenta, yo también comprendí que era filósofo. Que era nada, para decirlo con más precisión. (Sí, ser amigo del saber significa en estos tiempos ser una flecha que no alcanza el blanco, si bien ha sido disparada por algún motivo indescifrable.) Un filósofo de nada o de cercanías como los trenes. No de ciudad sino de bancales. Ni aun eso: un pensador de secano que se perdía en las polvorientas veredas de una aldea olvidada que no viene al caso. (Ya no existe, la colonizaron los ingleses y destruyeron hasta la memoria de la tierra. Nos consolamos de la barbarie porque también nosotros pasaremos y no vale mucho la pena hacerse mala sangre por estas cosas.) No me parecía mal, la verdad, y vuelvo a lo mío, sentarme en un escalón a esperar a los amigos. Sé que mi cara puede ser vulgar, aunque no excluya la posibilidad de ciertas incidencias de la luz, un error de la cámara fotográfica o una sonrisa de pícaro que haga nacer la sombra en los hoyuelos de mis mejillas, que me pudieran hacer por un instante irresistible y suscitar ayes y desmayos inclusive, pero no hay quien no repare en un hombre sentado, y más si piensa y se mueve en una sombra que no es la de la luz sino la de la desesperación interior. No es tan difícil: basta con fijarse, y no bastará la luz inhumana de un día de julio o agosto para impedir, que la preocupación asome entre palabras y gestos, o en el silencio. Pues bien, también fui hoy un filósofo sentado, incapaz de leer ni con los ojos, que son las ventanas de mi cuerpo débil y único, las palabras francesas, y su traducción castellana, de un texto de Descartes que Heidegger cita en uno de los ensayos del segundo volumen de su Nietzsche. Por acontecimientos que ahora mismo son también irrelevantes, como corresponde a la mayor parte de los actos de una memoria impotente, en los cuales se contienen unos hechos que ya son irreparables y que no hay que darle más vueltas, por cosas que son pequeñas excepto para una imaginación angustiada como es la mía, se me iban haciendo los minutos como plomo ardiente en mi piel blancuzca, esperando que pasaran y esperando que no pasaran. Por referencias externas sé que esta vivencia corresponde al sufrimiento amoroso, pero yo sospecho que en mi caso tiene que ver con otra imagen fotográfica de mí, cuando niño, de pie, en otro portal, con mirada ya un poco perdida y con un coche de juguete en las manos, con las ruedas hacia arriba, pensando en darle ya la vuelta a la dialéctica o en que personalmente nunca iba a saber adaptarme. ¿Sabía ya mentir y mentirme?

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