23 de enero de 2009

Granada, c. 1985

Pensé anoche, no sé por qué, en la barra hopperiana del bar El *** en el adolescente tímido y medroso, pero ya desordenado, que no llegaba a perderse porque tampoco tenía ningún plan deambulatorio establecido. Sí, pensé en mí, en un rapto semialcohólico de piedad (one beer, no te creas), pero no pude pensar en mí pensando entonces en estas cosas mías de ahora. ¿Cómo iba a pensar entonces en las cosas mías de ahora? Porque en verdad no sé cuáles son las cosas mías de ahora... En verdad: esto es, con la preceptiva adaequatio de mi lenguaje al interior de mi persona. (Pero ya sé que las máscaras no tienen interior, sino una parte trasera sin dibujo, porque lo pone la cara agradecida.) ¿Cómo las iba a saber entonces, que ni existían? La verdad es que nunca he pensado demasiado en mí, en aquello que me conviene, que he ido de error en error como quien va por un camino natural, el suyo, a despeñarse. Entonces sí. Entonces, c. 1985 en Granada, si el juicio me hubiera funcionado, podría haber estirado el tiempo, si me lo hubieran dado figurado con un elástico y cada centímetro de más al estirarlo hubiera significado un año, hasta su rotura y mi muerte, podría haber apostado mis buenas pesetas, la moneda de curso legal del año lejano aquél, podría haberme jugado una buena cantidad, me digo, a que estaría aquí confesando estas cosas, porque hacia mil novecientos setenta y tantos, no tendría mi ser ni diez años, a la pregunta de mi vocación de mayor no respondía ni bombero ni otro tipo de héroe social, sino que dije, y fue motivo de inmediata y merecida chanza, que yo quería ser de mayor... escritor. A eso fue a dar mi alma de cántaro. Pues bien, he de decir que no lo he logrado y que me alegro de eso como de cada uno de mis fracasos, y son tantos y algunos tan terribles, me alegro de tal manera que tendría que dar un sí de nuevo si un sirviente de Nietzsche me lo consultara. A lo que voy, y es lo que he recordado al hilo de la idea que no tenía cuando empecé a escribir esta entrada, anoche, cuando pensé en el local hopperiano de escasos y lúgubres clientes en mi vida hacia 1985, recordé que hay momentos en la vida en que se cuenta con los padres como con el aire que se respira, sin pagarlo y sin gratitud, pero acompañando ellos sin que tú lo sepas tus pasos erráticos, no como un andar paralelo suyo sino con el silencio de lo que piensan de ti y en ti cuando no lo sabes porque eres un joven irresponsable. Como llega un momento en que los padres también se pierden y no pueden acompañarte con el silencio del pensamiento, y como en cierta manera me he ido dando cuenta, con los años, de lo que les debo, no creo que esté mal que lo confiese y me lo confiese en una tarde como ésta de enero, año 2009.

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